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¿Sólo ves defectos? Esta certeza te animará

KOBIETA Z ZAMKNIĘTYMI OCZAMI

Brooke Cagle/Unsplash | CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/09/19

Lo que de verdad importa es lo que logra Dios hacer desde la pequeñez

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Dios me levanta cuando he caído. Me sostiene en sus brazos en medio de mi debilidad. Se abaja para que pueda subir de nuevo. La Biblia lo describe así:

«Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo».

Estar desvalido es parte de mi condición humana. Todo me supera. La vida, las peticiones. Las exigencias de todos los que me rodean. Me siento impotente y no logro avanzar en medio de mis limitaciones y deficiencias.

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Quisiera tener un corazón más fuerte, más libre, más audaz. Un corazón capaz de vencer el desánimo y actuar siguiendo los pasos de Jesús allí donde Él vaya. Mis pasos en sus pasos.

Me gustaría hacer siempre lo correcto y no cometer errores. Actuar de acuerdo con lo que Dios me pide y no buscar siempre satisfacer mis deseos. Hacer el bien a los que están en mi camino.

Amar hasta el extremo dando la vida. Vivir sirviendo en el silencio sin esperar aplausos. Sin grandes gestos ni aspavientos. Simplemente dando lo que hay en mi interior. Decía santa Teresita del Niño Jesús:

«Cuando uno cumple con su deber y jamás se excusa, nadie lo sabe; por el contrario, las imperfecciones saltan a la vista enseguida».


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Veo muchas imperfecciones en los demás. Saltan a la vista. Me es más fácil ver la mota en el ojo ajeno, que la viga en el propio.

Lo he comprobado a menudo. Me fijo en algunos defectos evidentes. Y también sé ver otros más sutiles. Los veo con claridad.

Distingo al que hace el mal y saco a relucir sus errores. Veo con claridad al que se equivoca. Tengo tan buena vista para las largas distancias…

Eso sí, cuando se trata de ver mis propios defectos, soy muy torpe. Una persona exclamaba al ser criticada por su carácter: «Soy una persona muy fácil. Cualquiera puede hablar conmigo. Nadie me tiene miedo».

No había mala voluntad en sus palabras, sólo desconocimiento. Me asombra ver a tantas personas que no se conocen. Creen que no dan miedo y piensan que cualquiera podría decirle lo que quisiera.

No se dan cuenta de sus reacciones al ser criticados. No ven sus modos cuando alguien les lleva la contraria. Piensan que son generosos y siempre ceden, pero es mentira. Simplemente no se conocen.

Dicen: «Siempre hago lo que otros quieren que haga». No ven la realidad como es. O tal vez perciben una realidad muy distinta. Es la ceguera del propio corazón. Tal vez han tejido en su alma una imagen de ellos mismos que los salva, y les da paz.

¡Cuánto me cuesta a mí ver la viga en mi ojo! Tal vez nadie se atreve a desvelarme quién soy. ¿Podría vivir con ello si lo supiera?

Voy por la vida denunciando pecados ajenos para estar yo más tranquilo. E ignoro las propias debilidades. Veo la mota en el ojo ajeno. Pero no veo la viga en el mío. En la exhortación Amoris Laetitia decía el papa Francisco:

«Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud interna».

¡Cuánta libertad interior hace falta para actuar así! No mirar el defecto que molesta y pasarlo por alto. Y aprender a apreciar lo bueno que hay en el corazón amado. Es un milagro.

La persona que más me quiere, a la que más quiero, deja de tener defectos hirientes. No me fijo en ellos. Ya no sufro. Ojalá pudiera vivir siempre así.

Con frecuencia me detengo en el defecto que me duele. En esa debilidad que me incomoda. No avanzo. Critico, vuelvo a decir lo que está mal y pierdo la alegría.

Sé que el amor debería sacar lo mejor de cada corazón. El amor no se detiene en la fragilidad haciendo ver al mundo la pobreza del amado.

Quiero aprender a pasar por alto los defectos que observo y alegrarme en esas imperfecciones que antes me han molestado.


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Quiero ser capaz de ver mis propias debilidades y también sonreír al verme frágil. En mi debilidad se manifiesta el poder de Dios. ¡Cuánto me cuesta mirarme así!

Quisiera poder alegrarme si otros me recuerdan lo torpe y débil que soy. Y vivir en paz con mi verdad sabiendo que en mi vida rota brilla más la luz del amor de Dios que la oscuridad de mis caídas.

Lo que de verdad importa es lo que logra Dios hacer desde mi pequeñez. Desde mi pobreza. Me usa como instrumento roto y logra milagros imposibles. Decía santa Teresita:

«Creo simplemente que es Jesús mismo quien, escondido en el fondo de mi pobre corazón, me hace la gracia de actuar en mí y me hace pensar todo lo que quiere que haga en cada momento presente».

Dios escondido en mi alma da una luz que no es mía. Revela una belleza que yo no poseo. Lo puede hacer Él y los demás ven su fuerza, no la mía.

No soy yo el que hago las cosas. Es Él en mí. Esta certeza es la que me sostiene y me anima a seguir dando la vida.

Por mucho que intente hacerlo todo bien no mejoran las cosas. Acepto que no estoy a la altura. Tomo en mis manos mi pecado. Dejo que sea Él quien venza en mi debilidad.

En mi fragilidad actúa como sanador herido. En mi carne que ama es capaz de hacer brillar el fuego de su amor.

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