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Cómo desaprender lo que me empobrece

ZNUDZONA KOBIETA W POCIĄGU

Joshua Rawson-Harris/Unsplash | CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/09/19

Abandona la rutina que me mata por dentro

Jesús me invita a seguir sus pasos: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Me pide que sea su discípulo.

Corro el riesgo de no querer ser discípulo de nadie. Con los años siento que he aprendido demasiado. Ya me lo sé todo. Los años, las experiencias, los desengaños, las victorias, los fracasos. Todo lo vivido me ha hecho más duro, menos inocente.

Yo sé lo que tengo que hacer en cada momento. Me siento en posesión de la verdad. Me siento seguro. Y entonces no creo necesario aprender nada de nadie. Ya me lo sé todo, pienso en mi interior. Se me olvida lo que escucho:

Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que medita”.

Miro mi pobreza y mi pequeñez. Y me doy cuenta de algo importante. Siempre estoy en camino, aprendiendo. Siempre soy discípulo.

No quiero vivir siendo maestro. Estoy aprendiendo a cada paso. No lo sé todo. No soy experto en nada. Simplemente necesito aprender cada día. Estar en presencia de Dios cada día. Ser discípulo de Jesús y saber que Él es el que me enseña a vivir.

Es lo que necesito. Hacerme niño. Seguir aprendiendo. Y al mismo tiempo veo que tengo que desaprender algunas cosas aprendidas. Una canción, Remamos, de Kany García, habla de ese proceso de desenseñarme:

De chica me decía esta es la forma correcta, de andar y de dirigirme a quien tuve delante. De grande me costó a tropiezos poder darme cuenta, que había que volver a ser niña y desenseñarme. ¿Cómo callar, cómo dejar atrás lo que te pega? Vengo a ofrecerme hoy: remamos, sabiendo cuál es el precio, con los puños apretados, sin pensar en detenernos. Remamos, con la cara contra el viento, con la valentía delante, con un pueblo entre los dedos. Remamos con un nudo aquí en el pecho, soñando que al otro lado se avecina otro comienzo”.

Tengo vicios en mi aprendizaje. Frases grabadas, costumbres que me hacen daño. Hay algunas cosas que he aprendido de manera incorrecta.

Mi forma de amar, de darme, de cuidar mi vida y la vida de los que me importan. Lo aprendí a mi manera, a golpes, sin seguir a maestros.

Quiero desaprender ahora esa forma de abusar y ser egoísta que rompe relaciones y me aísla. Quiero dejar de lado mi manera torpe de tratar a los demás. No quiero que mi orgullo venza sobre mis deseos grandes de dar la vida.

No sé cómo desaprender tantas cosas que hoy me pesan… Dependencias enfermizas, apegos innecesarios.

Soy un discípulo en busca de un buen maestro. Y no quiero apegarme a esos falsos maestros que me prometen felicidades pasajeras que no llenan mi alma.

Puedo comenzar de cero desandando el camino ya andado. Con un nudo en la garganta, con la cara contra el viento. Despacio, con pies de plomo. Con paso firme, sin mirar atrás con miedo.

No temo volver a ser discípulo siempre de nuevo. Sabiendo que los años pueden haber mellado mi inocencia ya gastada o herido mi mirada antes tan franca y confiada.

Quiero mantener mis ojos abiertos como dos ventanas, frente al sol que alumbra mi vida de nuevo. Sé que para eso tengo que dejar a un lado, sí, abandonar al borde del camino, todo lo que me pesa, todo lo que ya no cuenta.

No lo hago con desprecio, sino con paciencia, con la sabiduría que aprendo con Jesús, mi maestro. Dejo lo que no me construye, lo que no me alegra. Aparco a un lado lo que no me hace hombre, hijo, niño.

Quiero desandar el camino cansado. Y desaprender costumbres aprendidas. Es como nacer de nuevo y volver a empezar entre llantos de niño.

Hay dos verbos que me duelen en lo más hondo de mis entrañas: negar y posponer. El mundo me ha enseñado a no negarme a mí mismo. Y la vida me ha dicho que no tengo que posponer ninguno de mis deseos. A costa de todos. Tengo derecho a ser feliz y seguir mi camino.

Y se me ha metido en el alma ese deseo de no dejar, de no apartar de mí, de no negar lo que deseo. Quizás es por eso por lo que tengo la piel ya seca por el cansancio del camino recorrido.

No sé negarme. No sé posponer. Lo quiero todo ahora. Los extremos irreconciliables. Todo se hace posible en mis manos de mago. Por arte de magia. Hacedor de milagros.

Hoy elijo de nuevo a Jesús entre miles de maestros. Opto por Él que camina sobre las aguas. Quiero soñar sus sueños y vivir su vida.

Recojo entonces esos sueños olvidados en algún rincón de mi alma. Sé que dejar de soñar es morir un poco, o morir para siempre. Vuelvo a soñar en medio del caos, de la rutina, del miedo a desandar, del dolor por perder o desaprender lo aprendido.

Sé que todo depende de la intensidad de mi alma para salir de la inercia en la que me encuentro. Para abandonar esa rutina que me mata por dentro.

Dejo de lado la sequedad que me ahoga. Y miro hacia delante. Mi rostro contra el viento. Jesús sigue llamándome con su voz nítida.

No me da miedo renunciar en medio de mi lucha. Y seguir sus pasos que me dan la vida. Él sabe mejor lo que me conviene. Y quiere enseñarme ese camino hecho para los niños que lleva al cielo.

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