No tuvo nada pero lo dio todo impulsada por su amor extraordinario a los enfermos y pobres. Los recogía moribundos y les daba refugio en las ruinosas paredes que hacían las veces de casa, hospital y funeraria. Esta querida laica hoy busca espacio en los altares
Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
El impacto de las muertes por la temible “viruela negra” la conmovió desde niña llevándola a entregar su vida a la atención de los enfermos en su natal Táchira, en los andes venezolanos. Particularmente pobre, se hizo partera y acabó por convertir su pequeño hogar en la casa de los desamparados e incluso en funeraria para dar una despedida digna a los “mijiticos” que atendía.
Conocida como “Medarda Piñero”, María Geralda Guerrero nació en 1885 en La Grita, de donde partió su familia hacia Seboruco huyendo de la peste. Con esperanza pero sin dinero, muy pronto descubrirían con horror que en esa tierra también morían por viruela.
Tenía 11 años de edad cuando migraron. Ya entonces labraba una amistad de acero con su padre, quien le narraba historias acerca de los menos afortunados; y de cómo, “compartiendo lo nuestro, seríamos mejores personas y entraríamos al Cielo”.
Su papá le inculcaba el amor por los pobres y los enfermos, a diferencia de su madre, quien temía que esos afectos le acabaran contagiando la peste. Pero, oh desgracia, sería su padre quien cayera enfermo. Y con él también unas hermanas.
Era cuestión de tiempo. Llegado el terrible día, su rostro y el de su madre se confundían en lágrimas porque “papá había muerto”. La enfermedad de la que tanto le cuidaba su mamá se lo había llevado consigo.
“Está en el cielo, niña mía”, diría aquella madre angustiada en un intento desesperado por calmar el sufrimiento de la pequeña niña, quien acabó enamorada del celoso cuidado recibido. Y quiso también ella consolar, y quiso también ella curar las heridas de los demás.
Sintió entonces que eran muy angostas las calles para tantos dolientes. Y siguiendo el tierno aliento de su padre, acabó por ver en ellos el rostro de Cristo. Y quiso amarlos, como le amó su papá; y quiso hacerlos ricos a pesar de su gran pobreza.
Emprendió una peculiar tarea. Se hizo madre de ellos. Asumió que sus “hijos” solamente querían cariño. Abundaban en las calles solos y desnudos -física y afectivamente- ante el rechazo masivo que se incrementaba tan rápido como las muertes que dejaba la peste.
No aceptó dejarlos solos y asumió con empeño el atenderlos. Su frase se hizo famosa: “¡Venga, mijitico! ¡Venga, mijitica!”, como les decía con cariño a mendigos y enfermos. “Acá tiene casa, acá tiene pan. Coma, mijito”, diría; aunque muy pronto se agotaría el alimento.
Muchos eran niños pobres, pero también había de todas las edades limosneros. Los vecinos se quejaban de que eran malolientes. Aunque a ella le olían “a sufrimiento”. Los unía el abandono, pues “sólo pedían cariño y comida”.
Descubrió con angustia que su alacena era pequeña y que en realidad solamente el cariño y la fe en Dios abundaban. También notó lo delgada que era la suela de sus zapatos, que resultaron insuficientes para caminar tanta calle pidiendo auxilio para sus adoptados.
Tocó las puertas de casa en casa, hasta que sus viejas manos se agotaron. Y el corazón se le arrugó esperando prometidas ayudas que nunca llegaron, mientras las sandalias agotaban los remiendos de cabuyas rotas… Las puertas seguían cerradas, y sus niños seguían suplicando, mientras se acumulaban los muertos.
Entonces conoció a un militar buenmozo, que se convertiría en el cómplice de su locura. Le ayudaría largo rato. El caballero aprobó los deseos surgidos de una caridad sin medida hasta el punto de ceder su casa “a los niños”.
No medía más de tres metros de lado la habitación que serviría de improvisado refugio. Pero resultaría suficiente para sus hijos, donde también había espacio para una pequeña imagen del Niño Dios con su velita. A un costado había una camita donde atendía partos, lo que le hizo particularmente famosa como protectora de embarazadas.
¡Decenas de bebés sanos! “Y, providencia bendita, nunca se le murió ninguno”. ¡Qué pequeña casa!, pero “nunca cerraron sus puertas”.
En su vida, los sufrimientos no cesaron. Pronto partiría también el simpático Piñero, del que le quedaron 5 hijos y 1 apellido. Su corazón herido enfrentaría otro remiendo. Le hicieron funeral. Y habiéndolo perdido todo, decidió brindar atención “funeraria” a quien lo pidiera.
Unturas y bebedizos preparados por sus toscas manos calmarían dolores, mientras ración de cariño y bienvenida harían el resto. Su secreto era la oración, el recuerdo permanente a las enseñanzas de su padre y un deseo inagotable de servir al que sufre.
Decenas de enfermos hallarían refugio seguro con “Medarda Piñero” en las ruinosas paredes que hacían las veces de casa, hospital y funeraria.
Viéndose cada vez más pobre y descubriendo la fragilidad de su fuerza física para la dura tarea gratuitamente asumida, la ya anciana madre acabaría por pedir dinero de puerta en puerta para comprarle el cajón a quien moría, y comida a quienes sobrevivían.
Pasó su vida lidiando con la pobreza y la muerte, con el egoísmo y la desigualdad. Dedicó sus fuerzas a servir, por amor al Cristo que conoció en el regazo de su padre.
El frágil cuerpo de 86 años y el egoísmo a que se enfrentaba en cada puerta terminaron por menguar las fuerzas de Medarda. Aunque su pequeño ranchito fue casa de todos, no hubo quién la atendiera cuando le sorprendió una delicada afección de salud, debido a su avanzada edad, los continuos esfuerzos físicos y la precaria alimentación.
Su hija Carmen la halló en Seboruco. Estaba ya muy afectada gravemente por bronconeumonía y no pudo hacer mucho por ella. Tras buscarles lugar digno a los enfermitos que aún sobrevivían al amparo de la agotada Medarda, se la llevó a Barquisimeto.
Un año después partiría de forma definitiva. En calma, en silencio, y absolutamente agotada. Nadie más oiría el débil tocar de puertas con su angelical sonrisa pidiendo alimento y alivio para los enfermos. El 6 de enero de 1972, murió en paz la santa samaritana venezolana.
Es una de las damas laicas de Venezuela que buscan espacio en los altares, luego que la Diócesis de San Cristóbal iniciara la causa de beatificación de esta madre seglar, que bajo el pontificado de san Juan Pablo II es sierva de Dios desde el año 2002.
Hoy, en medio de la peor crisis humanitaria de su historia, los venezolanos recuerdan con profundo cariño a su tierna “santa”…
Te puede interesar:
“Sí, hay santos en Venezuela”, dice sucesora de Madre Carmen Rendiles