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“Quien en su niñez aprende a rezar, no lo olvida jamás”

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Carlos Zapata - publicado el 20/07/19

Raúl Méndez Moncada, un cura que deja una rica cosecha en Venezuela tras más de un siglo de vida santa dedicada a Dios

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“El hombre que en su niñez aprende a rezar, no lo olvida jamás. Las pasiones y luchas de la vida, las rebeldías de la razón y los sentidos, podrán conducirle a la incredulidad, y aun a los peores excesos de la negación y la blasfemia. Pero un resto de fe infantil queda en el fondo del alma, como los caracteres del primitivo manuscrito en el viejo pergamino”.

Lo enseña Raúl Méndez Moncada, un muy querido sacerdote venezolano que murió recientemente a la edad de 101 años, dejando particularmente conmovidas a las regiones andinas de la nación sudamericana.

El texto forma parte de la “Carta Familiar” del Diario Católico, un “invento” del jefe editorial José Laureano Ballesteros que sobrevivió durante casi un lustro, brindándole al simpático abuelo la oportunidad de evangelizar cada domingo a través de una página encartada en el periódico centenario.

“… En el cielo hay una Madre, la Virgen Santísima, que es fuente de toda gracia y sabrá obtener lo que le pide otra madre por medio de su hijo cándido y puro”, diría Méndez Moncada en su carta, que muchas veces llevara en manuscrito, en la que enseñaba sobre las plegarias:

Raúl Méndez Moncada fue un estimado sacerdote. Una autoridad moral de los andes venezolanos, donde formó a no pocas generaciones, que incluye tanto a las más jóvenes como a las del clero del que era decano.

Nunca se retiró… Pues más que un trabajo, su labor de pastoreo fue una pasión característica de su sacerdocio. Y su modelo de santidad es motivo de alegría para viejas y nuevas y generaciones. Vivió para Dios, con la alegría que lo marcó su ordenación sacerdotal.

Enseñaba que “la clave de una vida sana y prolongada es la oración, un profundo amor a Dios, los valores como el respeto, dormir apenas lo necesario para el descanso, comer sin excesos y caminar mucho”.

Fue un profundo enamorado de la naturaleza y hacía uso de su autoridad moral para defender la verdad cuando lo creía necesario. En sus últimos años hablaba poco, “pero cuando lo hacía todos guardaban silencio”.

“Sus gestos hablan por él, al igual que su vida, ya convertida ella misma en oración”, indicaba este servidor en una conmovedora historia que inspira sobre abuelos centenarios publicada en Aleteia.

Más vigente que nunca, hoy cuando se despide para volver a los brazos de Dios, compartimos una de las más bellas piezas de su dominical “Carta Familiar”, un escrito de gran gran riqueza, con extraordinarias enseñanzas:

Las madres presentando sus hijitos a Dios en el templo. ¡Qué cuadro más hermoso! Ese debe ser el papel de las madres: llevar sus hijos a Dios desde pequeños. François Coppe, el gran escritor y poeta francés del siglo pasado, tiene una bella página que quiero transcribirles:

“De todos los espectáculos que puede ofrecer el género humano, ¿hay alguno más conmovedor, más suave y atractivo, que un niño que reza? Su madre lo ha puesto de rodillas sobre su camita, le ha hecho juntar sus manecitas y le enseña a pronunciar, una a una, las palabras de una breve oración; ésta será por ejemplo, si es muy pequeño: ‘Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía’ o si es mayorcito, el sublime Padrenuestro y el Ave María”

Por la mañana el niño levanta su carita al cielo azul, cuya pureza se refleja en el cristal inmaculado de sus ojos; y por la noche, a la apacible luz de la lámpara, en la pieza templada y tranquila, parece que un ángel asiste en las sombras, a la deliciosa escena para dar testimonio en el paraíso de este adorable acto de fe.

Sin duda, el niño no comprende todavía las palabras sagradas que pronuncia, pero sabe que su madre se complace en oírselas repetir; la mira sonriente, dejando ver que sus caricias son más tiernas; y junto a ese corazón que late, junto a ese seno tibio, respirando esa atmósfera de amor de y piedad, se despierta en su alma el instinto religioso.

En cuanto a esa madre feliz no hay en su vida instante más dulce que aquel en que presenta ante Dios a su niño con las manos juntas y arrodillado en su pequeña cama. ¡Qué inmensa dicha rezar con él, por él y para él!

No siente en tales instantes ese respetuoso temor que nos inspira a veces la Divinidad. Su corazón rebosa de abandono y confianza porque está segura de que Dios oirá las plegarias que balbucea una boca tan pura, y no duda que Aquél, en quien residen la fuerza infinita y la ciencia absoluta se sentirá complacido por tanta inocencia y debilidad.

Además, en el cielo hay una Madre, la Virgen Santísima, que es fuente de toda gracia y sabrá obtener lo que le pide otra madre por medio de su hijo cándido y puro.

Sí, son de seguro muy agradables a Dios y se elevan como una nube de incienso hacia la gloria, las plegarias de todos los cristianos, los himnos litúrgicos de los sacerdotes, las armonías con que los órganos hacen vibrar las inmensas naves de las catedrales, los coros de los peregrinos que al encaminarse hacia algún santuario hacen resonar los ecos de las montañas, los sollozos de los desdichados, el llanto de los arrepentidos; las plegarias ardientes del monje y la religiosa, arrodillados en sus celdas…. sí, todos suben hasta el trono de Dios.

Pero Él ante todo es Padre, y entre el inmenso y eterno rumor de tantas voces que le alaban y bendicen, seguro estoy que oye con especial ternura las sencillas y casi inconscientes oraciones de los niños, que se confunden con el gorjeo de una inmensa multitud de pajarillos que se posan en los árboles.

El hombre que en su niñez aprende a rezar, no lo olvida jamás. Las pasiones y luchas de la vida, las rebeldías de la razón y los sentidos, podrán conducirle a la incredulidad, y aun a los peores excesos de la negación y la blasfemia. Pero un resto de fe infantil queda en el fondo del alma, como los caracteres del primitivo manuscrito en el viejo pergamino.

Llega la hora de la prueba, la hora de un gran dolor, físico o moral… ¡Ahí cómo se acuerda en seguida el hombre maduro del día ya lejano en que arrodillado en la cuna, sentía en sus mejillas el calor del rostro de su madre que le enseñaba el Padre Nuestro y el Ave María!

Y entonces probablemente sentirá que su orgullo se derrumba, cubrirá su rostro con las manos y lanzará ese grito tan propio de toda boca humana: ¡Dios mío, ten compasión de mí! Este grito para un alma que naufraga, es el faro que brilla en las tinieblas, junto al puerto de salvación.

Qué gran poder tienen las madres. En su regazo está el futuro de la humanidad. Con su abnegación, con su honradez, con su ternura y delicadeza van moldeando esas esculturas que son los hijos, niños o jóvenes que después adornarán las galerías de la Patria y de la Iglesia.

Las madres no deben prescindir nunca del elemento religioso. Ellas son las que deben mantener viva la llama de la fe en los hogares; las que deben dar las primeras enseñanzas religiosas a sus hijos: las que deben encaminar sus pasos hacia la Iglesia, especialmente los domingos para que ya desde pequeños se acostumbren a cumplir con sus deberes religiosos.

Dichoso pues el hijo que en su madre cristiana encontró aquella primera e indispensable enseñanza de la fe y de la virtud.

Jacinto Benavente, el gran dramaturgo español, tuvo una madre extraordinaria, honesta religiosa, preocupada de los suyos. Cuando murió, su ilustre hijo dijo estas palabras: “Si no hubiera cielo habría que inventarlo para mi madre, porque ella era una santa”. Que todos los hijos puedan decir iguales palabras de sus madres.

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