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Quién pudiera ver lo bueno e iluminar con la mirada…

Grand Canyon

Riccardo Maria Mantero | Flickr CC BY-NC-ND 2.0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/07/19

¿Has experimentado que la belleza que existe en todo lo creado te lleva a Dios?

Me gusta la belleza que veo a mi alrededor. La música que acaricia la hondura de mi alma. La luz que muestra el cielo. Me inquietan la fealdad, el odio, la rabia, el dolor que veo cuando miro, sin buscar nada, sólo observando.

Me detengo a contemplar con ojos de niño una puesta de sol, un paisaje, un amanecer, el ancho mar, un río. Sobrecogido ante la inmensidad que me parece inabarcable.

“Ayúdame a percibir tu cercanía y a asombrarme con todo lo hermoso y bello sobre todo del amor que Tú me tienes”.

Esa belleza que existe en todo lo creado me lleva a Dios. A lo eterno. Al Dios que me ama.

Por eso me inquietan la pérdida, el vacío, el rechazo, la condena que oprimen mi alma. ¿No seré yo el siguiente en caer, en morir, en enfermar? ¿No se acabará un día todo lo que amo y poseo? Es la eternidad ese cielo que deseo ver siempre.

Decía hace poco un sacerdote hablando de su infancia y de su madre recientemente fallecida: “Me elevé sobre el reclinatorio tratando de ver, a través de la puerta abierta del sagrario, el cielo mismo, como me decía mi madre”.

Anhelo lo eterno que es bello. Ese Dios que se abaja a mirarme a través de la puerta de un sagrario. Y ve la belleza que hay en mí, y sonríe.

Yo quiero que lo bello sea para siempre, porque llena mi alma de esperanza. Y quiero que lo feo pase, con su oscuridad, con su frío de muerte.

Temo, con ojos de adulto, que de repente una mirada baste para volver feo lo bello, caduco lo que florece, triste lo alegre, lánguido lo hermoso.

Una sola mirada. Una sola palabra. Un solo acto de desamor. Un único gesto de rechazo y odio. ¿Con eso basta para acabar con lo bello?

Tampoco quiero yo destruir lo bello. No quiero que nadie lo haga. Y deseo conservarlo muy dentro de mi alma. Que nadie me quite mi inocencia con palabras y actos.

A menudo vivo cuidando la imagen que muestro a los demás para parecer bello. No quiero el rechazo. Leía el otro día:

“Una vida disipada es aquella en la que consciente o inconscientemente, vivimos con preguntas como estas: ¿Qué piensas de mí?¡Mírame! ¡Mira lo que estoy haciendo! Mira lo que poseo. ¿No soy genial? ¿Piensas que estoy bien? ¿Me aceptas? ¿Me ves como algo bueno? ¿Te gusto? ¿Me quieres? Trabajamos sin descanso para mostrarnos ante los demás con una buena imagen. Con la falsa creencia de que nuestra identidad procede de lo que somos a sus ojos, de lo que hacemos o de lo que tenemos. Miramos a los demás para que nos digan que somos únicos, aceptables y buenos. Necesitamos saber de los que nos rodean si pasamos el examen de ser alguien único y digno de ser amado”.

Quiero ser bello. El más bello. Y que mi vida sea bella para el mundo. Cualquier sombra -de vejez, de pecado, de enfermedad, de dolor-, cualquier sombra basta para acabar con mi belleza, con mi alegría. O cualquier juicio es suficiente para que desaparezca la belleza de mi vida. O de otras vidas.

Es tan fácil afear al que parece bello… Basta con ver alguno de sus defectos, o debilidades. Y hacerlos grandes. Para que el mundo los vea. Y deje de ver la belleza para quedarse sólo en la fealdad. Para que caigan los ídolos, los admirados, los que triunfan.

Mi belleza permanece intacta oculta bajo la apariencia de mi piel. Está ahí, sea mirada o no por los que me observan. Sigo siendo bello estando oculto. ¿Por qué me preocupa tanto lo que los demás piensan, dicen, ven?

No quiero vivir mendigando que alguien se detenga ante mi vida para levantarme del borde del camino. Sé que valgo más de lo que creo. Y que es Dios el que me mantiene siempre joven y alegre con su mirada:

“Amor único que Dios tiene por cada uno, reviste de belleza al mirado. Dios ama al alma, la hace digna de su amor y le imprime la semejanza con Jesús, purifica porque tiene esperanza, rejuvenece”.

Esa forma de mirar de Dios es la que me eleva y enaltece. Me gustaría aprender a mirar así. Con esos ojos de Jesús que se detienen ante el herido salvando su vida.

Quiero aprender a mirar con un corazón puro y joven. Quiero ser capaz de hacer que se vuelva joven y bello todo lo que observo. ¿Es eso posible con mi mirada enferma?

Sé que hay personas que con su mirada oscurecen el día. Entristecen mi alegría. Sé que hay otras que, con la luz de sus ojos, vuelven bello lo feo y llenan de luz las sombras.

Devuelven la vida a lo que está muerto. Y sanan con sus manos lo que está enfermo. Pueden curar al herido y levantar al caído.

No lo sé. Yo quiero ese poder mágico que ellos tienen. Quiero esa capacidad de hacer el bien que tienen los que están llenos de Dios.

Deseo acabar con la oscuridad en la que viven los que han perdido la esperanza en medio de sus heridas.

Me gustaría tener un corazón así de grande, lleno de luz y alegría. Un corazón noble capaz de descubrir bellezas ocultas y hacerlas visibles.

Y vivir feliz con la belleza que llevo dentro. Dios me mira así, tal como soy, ve mi belleza y sonríe. Su mirada me sana.

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belleza
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