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¿Por qué necesito tanto la aprobación de los demás?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/07/19

¿Qué es lo que Dios piensa sobre mí? ¿Qué imagen tiene Él de mí? ¿Cómo me mira?

El otro día me impresionó ver cómo actores conocidos con mucha fama han vivido hundidos en procesos de depresión. Los actores de la conocida serie Juego de Tronos pasaron del anonimato a la fama en muy poco tiempo.

Comenta uno de los actores: «Cuando te conviertes en el centro de una serie de televisión, que es tan popular, es aterrador. Debería haberme sentido agradecido por lo que me estaba sucediendo, pero me sentía muy mal y no podía hablar con nadie. Fue entonces cuando decidí acudir a un psicólogo”.

Lo tenían todo para ser felices, para vivir una vida plena y llena de alegría. Pero no podían encontrar la paz en la lucha diaria por mantener su fama, su nombre, su prestigio. Tal vez la fama les llegó demasiado pronto, antes de estar maduros para enfrentar la vida.

Cualquier comentario en las redes les hacían dudar de su verdad, de su valor, de su capacidad. Podían leer sesenta comentarios positivos sobre su actuación. Y bastaba uno sólo negativo para hundirlos. Esto que les ha pasado a ellos me pasa a mí en menor escala. No acepto los comentarios negativos sobre mi persona. Podrán lloverme muchos elogios. Los valoro, los guardo, me enriquecen. Pero una sola crítica basta para hundirme. Es la conocida necesidad de aprobación.

A mí me gusta que me aprueben en todo lo que hago, siempre y todos. Es bonita la aprobación. Es bueno que me guste un halago. Pero no puedo centrar mi felicidad en la aprobación de los demás. No puedo dar más valor a la opinión de los otros que a la mía propia. Siempre habrá alguien que no me apruebe y no esté de acuerdo conmigo, con mi forma de actuar o critique mi forma de ser. No me puedo deprimir por ello. No puedo pretender agradar a todos. No me puedo paralizar por las respuestas negativas que recibo en el camino de la vida.

Las personas más cercanas a menudo, aquellos que más me quieren, pueden desaprobar cosas que hago. Pero no quiero paralizarme por lo que me dicen. Tengo el derecho a ser original. No entro en conflicto.

Acepto tanto el halago como la crítica. Sé que la autoestima se construye desde mi niñez. Y los juicios negativos sobre mi persona se van cimentando en mi subconsciente. Cuando vuelvo a escuchar comentarios parecidos a los que recibí siendo pequeño vuelvo a sufrir, a sangrar por mi herida. ¡Cuánto tengo que cuidar lo que le digo a un niño, a un hijo, a un alumno, a un hermano pequeño! Frases como esta deberían estar prohibidas: «Tú nunca has valido para esto. Tú no tienes ese don. No sabes hacerlo, no puedes. Nunca has podido. Siempre lo vas a hacer mal».

Esos comentarios los grabo en mi alma. En el fondo del corazón. No me olvido. Y luego cuando escucho lo mismo de otros, en otro momento de mi vida, surgen las mismas dudas. Lo leo en las redes sociales. Recibo mensajes anónimos. Y me lo vuelvo a creer. Y el mensaje se refuerza en mi corazón: «Yo no valgo. Nunca he valido. Nunca seré capaz. ¿Para qué sigo intentándolo? Nunca me va a resultar».

¿Cómo puede ser que comentarios de personas que no conozco y no me conocen puedan hacerme caer en la depresión? Es curioso el poder de las redes sociales. El poder de la opinión de los hombres. Digo cualquier cosa y tiene efecto inmediato. Tengo impunidad para decir lo que quiero. Es peligroso. Debería cuidar más lo que digo y lo que escribo. Pero al mismo tiempo quisiera ser más libre de las opiniones que el mundo vierte sobre mí. ¿Qué es lo que Dios piensa sobre mí? ¿Qué imagen tiene Él de mí? ¿Cómo me mira? Dios ve mi belleza oculta, me mira con misericordia, se alegra de todo lo que hago.

No me mira como me mira el mundo. No se fija en la apariencia, ve el corazón. Pero yo dudo. Creo que se fija sólo en mi pecado, que le decepcionan mis límites. Y se detiene avergonzado ante mi fealdad. ¡Qué poco conozco a Dios! Creo conocer más a los hombres y busco ser aprobado y querido por todos. No quiero que nadie se resista a mi amor. No quiero que me juzguen, me critiquen, me condenen. Hoy miro mi vida agradecido. Es como es y tiene tanta belleza. Me alegro de lo bueno que hay en mí. Me impresiona todo lo que Dios puede hacer conmigo cuando me entrego dócilmente en sus manos. Le doy gracias. María entonó en casa de Isabel su Magníficat. Dándole gracias a Dios por todo lo que había hecho por Ella. ¿No podría yo también escribir mi propio magníficat agradecido?

Mi alma se alegra en el Señor porque hace maravillas con mi vida, en mi alma. Ese espíritu agradecido ante la vida me hace inmune a las críticas y desprecios. Me hace inmune ante las injusticias y difamaciones. Me hace inmune ante las agresiones de los que no me quieren. Miro agradecido mi vida como es. La miro llena de alegría. Una mirada agradecida es la que sana mi corazón enfermo y tan necesitado de reconocimiento. Le doy gracias a Dios por todo lo que ha hecho conmigo. No dudo de Él. Me ama con locura y hace obras grandes en mí.

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