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Valemos más por lo que sufrimos que por lo que hacemos

young casual man smiling

By Asier Romero/Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/07/19

Aunque a veces no lo crea, sufriendo mi vida vale más la pena

La vida me confronta con su final. La salud cobra sentido en la enfermedad. Me cuesta tanto entender el sentido de muchos de mis pasos camino al cielo… El otro día leía:

Valemos más por lo que sufrimos que por lo que hacemos”.

Me queda claro. Pienso a veces que si hago una determinada cosa cambiaré mi entorno, mi mundo, el corazón de las personas.

Me aferro de forma obsesiva al sueño de hacer todas las cosas bien hechas. Pero no lo consigo porque soy débil.

Pienso que valgo más cuando más hago. O al menos alguien ha metido en mi corazón esta idea como un pensamiento demasiado fuerte y obsesivo.

Y entonces juzgo en mi interior al que no hace nada, al que no actúa, al que no se pone a servir a los demás en lugar de servir sus intereses, al que no toma la iniciativa para ayudar a otros, al que no vive sólo para los demás.

Y hoy escucho que valgo más cuando más sufro. Pero si precisamente eso es lo que trato de evitar a toda costa.

No quiero sufrir, no quiero padecer, no quiero tener dolor, no quiero que me cuesten las cosas que hago.

Me obsesiono por vivir una vida fácil, cómoda, protegida, segura. Como si eso fuera lo verdaderamente valioso e importante en esta vida.

¿Dónde tengo puesto mi corazón? ¿Dónde he echado raíces de verdad? De lo que hay en mi corazón habla la boca. Lo tengo muy claro.

Pensar que el sufrimiento es lo que me da valor me impresiona. Hay personas que sufren de forma continua. En sus vidas padecen dificultades y crisis.

Experimentan el abandono y la soledad. El vacío y el sinsentido. Sufren enfermedades difíciles. Parece como si no hubiera esperanza en su corazón.

¿Valen más que los que hacen mucho? Sí, en el corazón de Dios.

Y yo me siento parte de ese grupo de los que hacen muchas cosas y valen poco. De esas personas que han colocado el corazón en el lugar equivocado.

De los que no sufren tanto y valoran más las obras, los actos. Y luego se encuentran vacíos. Sufrir mucho y acabar muriendo es el camino común de tantas personas.

Y de repente me cuesta encontrarle sentido al sufrimiento injusto, al sufrimiento inútil. ¿O acaso tiene el sufrimiento un sentido en un plan divino que no alcanzo a descubrir?

¿Como si una especie de puerta se abriera en el cielo para acercarme a lo más hondo del corazón de Jesús?

¿Y dentro de ese corazón empiezo a sentir su amor de una forma como antes nunca lo había sentido?

¿Es posible entonces comprender que en una dinámica que no entiendo se hace realidad el plan de Dios que le da sentido a todo lo que sufro? ¿Es posible tocar el cielo con las manos rotas?

No lo sé. Pero seguro que no es posible tocarlo con las manos demasiado ocupadas, demasiado llenas de cosas, de preocupaciones, de deseos.

Veo que mis manos están así de atareadas con mil proyectos intentando hacerlos todos posibles. Y no me resulta.

Quisiera ser luz de esperanza en un mundo en el que creo que predomina la oscuridad y la tiniebla.

Una luz que brilla en medio de la noche. Algo de esperanza sembrada en medio del desánimo.

¿Cómo entender la muerte de un joven que solo soñaba con ser santo? San Luis Gonzaga, un seminarista jesuita que murió muy joven después de servir con generosidad a tantos enfermos, escribe:

Al sumergir mi pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un mar sin fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad, ya que Él, a cambio de un trabajo tan breve y exiguo, me invita al descanso eterno y me llama desde el cielo a la suprema felicidad, que con tanta negligencia he buscado, y me promete el premio de unas lágrimas, que tan parcamente he derramado”.

Me conmueve la reflexión de ese joven que va a morir antes de realizar sus sueños en la tierra, sueños de entrega total a Dios, de santidad.

¿Cómo aceptar el sufrimiento que parece no tener sentido, ese sufrimiento tan largo, tan duro? ¿Cómo aceptar la muerte prematura, demasiado pronto, antes de lo esperado?

Me hace falta una mirada puesta en el cielo como promesa.

¿Cómo asomarme al desconcierto que provoca en el alma la muerte de inocentes, el abandono de los que necesitan hogar, la soledad de los que buscan compañía, el dolor de los que sólo quieren calmar dolores, el rechazo de los que sólo quieren dar amor?

¿Cómo se pueden entender tantas paradojas que se dan en mi camino?

Tal vez sólo mirando al corazón de Jesús, en lo más profundo de sus entrañas, allí donde la lanza abre una brecha y deja escapar la luz y el viento, el agua y la esperanza.

Solamente allí donde deja de haber tinieblas para iluminar mi vida tenuemente con una luz profunda que todo lo vuelve claro.

Me resisto a creer que el sufrimiento es en vano. Creo, no sé bien cómo, que mi dolor va haciendo profundo el surco en la tierra que Dios ara.

Y Él se encarga de sembrar semillas allí donde mi sangre logra hacer más profunda la grieta. Y no sé bien cómo en algún lugar, en algún corazón, dará fruto esa semilla que Dios mismo ha sembrado a través de lo que yo sufro.

¿Tendrá sentido entonces todo lo que estoy sufriendo? ¿Valdrán la pena tantas horas invertidas dando la vida en el silencio de mi dolor?

Tal vez sólo en el cielo veré el sentido de las flores que crecen a lo largo de ese surco. Mientras tanto aquí en la tierra sigo confiando en un plan de Dios lleno de amor y esperanza que permanece oculto.

Un plan que desconozco. Un plan que me desborda. Y sigo creyendo que detrás del dolor existe una ventana abierta al cielo que me habla de una esperanza que yo anhelo en el fondo de mi alma.

Sigo creyendo que, si me entrego a Jesús, a su corazón abierto, lograré sentir, aunque sea sólo por un día, tal como Él sintió.

Y podré darme con la misma generosidad con la que Él se da. Y podré amar sabiendo que sufriendo mi vida vale más la pena.

Y que todo lo que yo hago al fin y al cabo son sólo gotas en un mar inmenso, ese mar sin orillas de su amor por mí.

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