No hay una forma única de amarEl amor no lleva cuentas. No mide, no calcula. No se fija en el bien que hace. Ni en todo lo que el otro no hace. El amor verdadero sigue un impulso natural de dar la vida por aquel al que amo. Es un amor misericordia, ágape.
El que ama de verdad no mide. El que desea el bien de la persona amada no es mezquino en su entrega. ¿Cuándo empiezo a llevar cuentas? Cuando siento que me explotan. Que se aprovechan de mi bondad, de mi ingenuidad.
Entonces me rebelo y dejo de amar hasta el extremo. Llevo cuentas de todo lo que yo hago. Dice un dicho popular: “Obras son amores que no buenas razones”. Por sus obras los conoceré.
Ese amor al que me invita Jesús al partirse en el pan y entregarse en el vino, ese amor no lleva cuentas. Un amor así no cuestiona al que da menos. Se alegra simplemente de dar, sin vivir comparando.
Al mismo tiempo no espera reconocimiento por lo que da. Lo hace con humildad. Sin esperar aplausos. Su fidelidad consiste en amar hasta el final.
A veces me encuentro con personas muy serviciales que llevan cuenta de todo lo que hacen. Y se quejan de lo poco que valoran su entrega. Y de lo poco que hacen los demás.
En la vida conyugal puede pasar lo mismo. Uno de los dos espera que el otro dé lo mismo al menos. Busca el equilibrio. Cada uno el 50%.
Pero así no funciona la vida. Uno se cansa de servir, de dar, de estar pendiente, de tomar la iniciativa. Siempre le toca a él o a ella hacer lo mismo. Le toca servir de forma oculta. Y surge entonces la rebeldía, la rabia. Se acumula el rencor en el alma. Y por cualquier motivo estalla el corazón.
El otro día veía un video. En él le preguntan a un hombre qué le pasa a su mujer: “A mi mujer le pasa una cosa. Mi mujer no es que quiera que yo friegue, que yo limpie o vaya a por la compra. No quiere que yo lo haga. Es que quiere que salga de mí”.
El cónyuge exige al otro que haga lo mismo. O que por una vez lo haga él. Se lo exige con palabras o con gestos o con enfados y silencios. Es el conocido lenguaje no verbal. Eso basta para quitarle belleza a mi servicio.
Quiere que salga de él. Esta frase ilustra muy bien esta tensión en la vida matrimonial. No es que yo quiera que el otro haga más de lo que yo hago. No es que me compare con su forma de amar.
Es que quiero que a mi cónyuge se lo ocurra, tome la iniciativa, vea lo que falta en lo concreto igual que yo lo veo. ¿Acaso no va a poder hacerlo?
Quiero que se dé cuenta de la necesidad que existe. Las cosas no se arreglan solas. Hay que hacer algo. Quiero que vea las urgencias que yo percibo. Quiero que sea como yo, que ame como yo, que sea generoso como yo.
Quiero que sirva tanto como yo, de la misma manera. Y así yo pueda descansar. No quiero vivir diciéndole lo que tiene que hacer. Quiero que lo haga por iniciativa propia, sin exigencias, que se le ocurra.
Y cuando no sucede, cuando no hace nada por mí, por mi familia, me lleno de rencor. ¿No habrá entonces que cambiar algo? Claro, parece la solución más fácil.
Si el otro no sabe amar, que aprenda, que se dé cuenta, que madure y ame como yo amo. Si el otro no ve las cosas como yo las veo, que las vea. Si no toma la iniciativa, que la tome.
Pero ¿y si todo lo que espero no sucede? Entonces vuelve la rabia, el rencor, incluso el odio. Y dejo de amar, dejo de darme, dejo de entregar la vida. Se frustra mi sueño.
¿Qué otro camino hay? Tal vez debería comenzar aceptando la gratuidad. Hago las cosas sin esperar nada. Eso es gratuidad. Lo hago todo una y otra vez sin que nadie me vea.
No quiero que se note lo que hago. No necesito que me lo agradezcan. No espero que los demás hagan lo mismo, lo vean, tomen la iniciativa, salga de ellos. ¿Es eso educativo?
Quizás mi drama es querer vivir educando a todos. Quiero que aprendan, que se den cuenta, que cambien. Me lleno de orgullo al pensar que yo sí que hago todo bien.
Recuerdo a Marta en Betania que se queja de su hermana María. Ella sirve la mesa. Su hermana María escucha a Jesús. Y resulta que ella parece haber escogido la mejor parte.
El rencor es una tela fina que cubre mi alma y me llena de amargura. Sucede cuando no acepto mi vida como es. El servicio de María es la escucha atenta a Jesús. Y el servicio de Marta logra que su hermana se sienta amada por Jesús.
Mi amor logra que otros estén bien. Un servicio así es un don de Dios. Mi forma de servir es original, es mía. No hay dos formas iguales de amar.
Tengo que saber muy bien cuál es la mía. Mi carisma propio. Y darlo con generosidad, de forma gratuita. No hay una forma única de amar. Así como no hay dos personas iguales. Eso me da paz.
Sé que mi forma, mi manera de vivir, es la que necesita Dios para cambiar mi mundo. Me necesita a mí y no a otros. Esa libertad me ayuda a mirar con paz mi vida sin caer en comparaciones que me hacen daño.