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¿Te asusta que te critiquen? Pues tiene un gran beneficio

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/06/19

No me ayuda la buena fama, y en cambio las sospechas y las críticas, curiosamente, me vuelven más apto

Me sorprende el poder que tiene la sospecha. Dudo de una persona, juzgo en mi interior. Interpreto sus miradas, sus silencios, sus palabras.

Y no sólo interpreto los hechos por su apariencia. Voy más allá, creo teorías, emito juicios. Saco conclusiones. No me lo callo, lo cuento.

La sospecha se extiende como la niebla, como las aguas del río que se desborda. Mis palabras crean realidades. Y la sospecha se hace fuerte.

Desconfío de esa persona por lo que hace, por lo que dice. Yo mismo puedo caer bajo sospecha. O hacer que otros caigan con mis juicios dichos en voz alta.

Pienso en Jesús al que llamaban borracho y comilón, porque comía con prostitutas y pecadores. Él mismo estuvo bajo sospecha.

Quiero mantener mi fama impoluta. Y no es posible. Por más que lo intento. Jesús pasó haciendo el bien. ¿Por cuál de sus obras buenas lo condenaron? Por ninguna. Lo condenaron a muerte porque estaba bajo sospecha.

Era sospechoso como un posible revolucionario. Con sus actos podía acabar con el poder romano. Con sus palabras ponía en duda la seguridad de los fariseos.

En ocasiones estoy yo herido. Porque no he sido querido. O porque me han querido mal. Y tiendo a juzgar a los que no me quieren como yo quisiera.

Expongo mis sospechas y mis dudas. Creo famas a otras personas, merecida o inmerecidamente. No importa. Una vez derramada el agua es difícil volverla a recoger.

Corren los rumores como plumas llevadas por el viento. A veces puedo estar en lo cierto. Mi juicio, mi interpretación fue la correcta. Otras veces puedo estar errado.

Pero no voy a la persona de la que sospecho para decírselo, para ayudarlo. Se lo digo a otros. Creo una opinión. Acabo con su fama.

Tengo que vivir en verdad. Vivir feliz con la vida que tengo. Sin juzgar, sin condenar. No me tiene que inquietar tanto perder la fama. Así le ocurrió a Jesús.

Pero me asusta. El miedo a que la sospecha entre por la ventana de mi vida. Quiero vivir en Jesús y descansar en Él. Sólo Él conoce mi corazón. A Él no le temo. A los hombres algo más.

Mis miedos me pueden quitar la paz. Y dejo entonces de ser yo mismo. Ya no actúo con naturalidad. Me da miedo lo que piensen, lo que digan, lo que opinen. Es como si quisiera agradar a todo el mundo. Estar a bien con todos.

¿Es posible tener un corazón universal como el de Jesús? También a Él lo criticaron. Pero me asusta a mí más que a Jesús. Es como si quisiera conservar en un frasco de cristal la opinión de todo el mundo. Es todo tan frágil y fútil.

Estoy de paso. Me gustaría más que nada pasar haciendo el bien. Dejar al irme la huella en la tierra de mis pasos surcando este mundo. La vida entregada con paz. La vida que no quiere ser guardada. El miedo a perder. No lo quiero.

Tengo el corazón ancho. No lo suficiente. No me caben todos. Eso quisiera. Se estrecha sin que me dé cuenta. Por las heridas o los rencores guardados.

Tengo que perdonar a los que me hirieron con sus palabras, con sus desprecios, con sus sospechas. No lo sé. No tengo un corazón misericordioso como el de Jesús. Recuerdo las palabras del padre José Kentenich:

“Los hombres pueden ser muy grandes. pero Dios sólo los puede utilizar para sus fines, sus obras, cuando se vuelven pequeños”[1].

Yo no quiero ser muy grande. Quiero ser más bien pequeño. Y sé que las humillaciones me hacen pequeño, débil, frágil. No me ocurre lo mismo cuando me adulan, me alaban y consideran que soy imprescindible.

No me ayuda la buena fama. Y las sospechas y las críticas, curiosamente, me vuelven más apto, más capaz de ser instrumento dócil en las manos de Dios.

Me puede usar como quiere porque ya dejo de estar sujeto a mi deseo, a mi querer. Me vuelvo niño desvalido. Hombre pequeño que no sabe amar lo suficiente. Incapaz de dar la vida. Entonces Jesús puede usarme.

Me preocupa demasiado lo que parece mi vida a los ojos del mundo. Dejo de pensar en ello y pienso sólo en lo que le parece a Dios. Me importa más su opinión, su juicio, su mirada.

Miro mi corazón y me pregunto si estoy haciendo todo lo que Él quiere. Me veo tan limitado y cobarde. Tan apegado a la vida. A mis sueños, a mis deseos…

Y tropiezo una y otra vez. Caigo ante los ojos de los hombres. No soy el que esperaban. Defraudo a los que me aman. Y también a los que no me quieren.

Miro de nuevo a Jesús. Él sí me importa. Su juicio y su mirada. Su abrazo, su palabra sosteniendo mi vida. Miro a Jesús. Sin sospechas, sin nubes. Sólo busco la luz de Jesús que ilumina mis pasos, mi vida.

Quiero aprender a confiar más en Él. En su abrazo, en su amor misericordioso. Me mira con paz, con alegría. Me mira sonriendo.

Y su mirada levanta mis pasos para siempre. Dejo de preocuparme tanto por lo que el mundo dice. Busco en mi corazón la paz de vivir como Dios quiere que viva. La paz de mi coherencia. La paz de mis decisiones. Confío.

[1] J. Kentenich, 1957

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