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¿Cuál es la felicidad más profunda?

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Por Oxana Denezhkina/Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/06/19

Puedes tenerla incluso en el sufrimiento

Me dicen que Dios quiere que esté contento siempre. Que sonría, que dé paz, que no me altere. Me siento ante el precipicio de tantos imposibles.

¿Dios me quiere menos en mi tristeza? No lo creo. Se conmueve con mis lágrimas. Y me abraza cuando me pierdo.

Me gustaría estar siempre bien. Pero no puedo. Dios quiere que sea feliz, eso lo sé. En líneas generales.

Quiere que no deje de soñar con las alturas y viva sin conformarme con lo que ya he conseguido. Quiere cuidar mis sueños de aventuras.

Quiere que confíe en lo que puedo llegar a ser cuando la semilla que hay en mi interior dé fruto, dé hojas, dé tronco y ramas, dé flor. Y poco a poco llegue a ser la mejor versión de mí mismo.

¿No es eso acaso lo que consigue en el amado el amor del que ama? Saca su mejor yo. Despierta sus fuerzas ocultas. Hace brotar vida donde antes estaba todo dormido.

Sueño con una vida plena y feliz. Sé que necesito una actitud positiva ante la vida. Decía el tenista Rafael Nadal:

No te quejas cuando juegas mal, cuando tienes problemas, cuando tienes dolores. Pones la actitud correcta, la cara correcta. Vas a la pista todos los días con la pasión de seguir entrenando. Ese es el trabajo mental. Es algo que he hecho durante toda mi carrera, no frustrarme cuando las cosas no han salido bien, no ser demasiado negativo. Por eso he tenido siempre la oportunidad de volver”.

No quejarme. No cambiar la cara. Sonreír. Volver a levantarme. No amargarme. No perder la ilusión.

Es tan fácil desilusionarse… La vida no es tan sencilla como pensaba siendo niño, joven idealista. Entonces mis planes parecían perfectos trazados sobre un mar inmenso.

Luego vinieron las tormentas, las dudas, los fracasos, las desilusiones. Y perdí el camino. ¿Qué quiere Dios de mí?

Me dio miedo arriesgar más de lo que tenía. Me aferré en mi bote de náufrago a mis últimas posesiones. No quería soltarlas. ¿Y si las aguas se llevaban lo último que era mío? Me negaba a dar la vida, a soltar el timón.

No me creo que pueda caminar sobre las aguas. No confío en que mi voz logre apaciguar las olas. Ni tampoco creo en pescas milagrosas.

La vida da muchas vueltas, lo sé. Y sé que puedo estar más tarde donde tanto temía llegar. O al revés, recuperar mi lugar soñado.

Intento inventarme una historia preciosa para así alegrar mi corazón herido. Cuando estoy triste. Una historia de aventuras. De buenos y malos. De victorias heroicas.

Sueño despierto mirando el cielo abierto. Apenas algunas nubes enturbian mi futuro. Deseo la felicidad plena. La alegría dibujada en mi rostro.

Miro a Jesús que me mira conmovido. Él quiere que yo sea feliz. Quiere que me levante después de cada caída. Su mirada me salva, me sana. Me asustan las palabras de Santa Teresita:

“He encontrado la felicidad y la alegría en la tierra, pero únicamente las he encontrado en el sufrimiento, pues he sufrido mucho”[1].

Su sufrimiento fue fuente de felicidad. No estoy acostumbrado a esa vivencia. No lo entiendo. Asocio la felicidad a poseer para siempre y sin pausa el bien que más amo y deseo.

Pero esa es sólo una parte de la felicidad que el mundo me insinúa. Hay una felicidad más profunda. La que va unida a los sentimientos de Jesús.

La felicidad del que da es mayor que la del que recibe. La felicidad del que entrega la vida por amor. Sin esperar nada a cambio.

La sonrisa de la madre abrazada a su hijo herido. La alegría del que se entrega para liberar a los que ama. La mirada pacífica de Jesús alzado en lo alto de un madero.

¿Cuándo aprenderé a entender el misterio del amor crucificado? No sé si será tarde para cambiar mi vida.

Sólo espero que sufriendo pueda sonreír. Sin quejarme al ver continuamente mis límites que me paralizan. La actitud correcta ante la vida. La cara positiva.

¡Qué fácil es quejarme cuando me creo el centro del universo! Nadie sufre tanto como yo, pienso. A nadie le van tan mal las cosas. Sólo yo he tocado la cruz y el dolor. Sólo yo, que estoy enamorado de la vida.

Si lograra descentrarme… Miro a las personas en función de lo que me dan. Me sirven. Me aferro a ellas. Soy yo el centro. Ellos un faro, o una luz. Y soy feliz si no las pierdo. Infeliz si no están.

Miro a Jesús clavado en un madero. Sonríe levemente. O al menos así lo veo. Me parece imposible. Su mirada me hace soñar con lo que aún no tengo. Si lograra soñar con las cumbres más altas.

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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