La flexibilidad es también una necesidad espiritualEs muy difícil cambiar las costumbres a las que me acostumbro. Me cuesta que otros alteren mis hábitos, mis rutinas, mis esquemas. Me cuesta que me saquen de mis ritmos y puntos de vista.
Me dicen que es un don la flexibilidad, la capacidad de adaptación a las diversas circunstancias. Y yo creo en esa verdad.
Es más valioso el hombre flexible que el rígido. Sobrevive mejor en las adversidades el que sabe adaptarse. Se sobrepone con mayor altura en momentos de crisis, de cambios. Creo en el valor que tiene esa capacidad:
“Al avanzar en nuestros estudios y descubrimientos, siempre vamos en pos del misterioso bosque de lo desconocido, así que debemos viajar ligeros de equipaje para poder seguirlo. Debemos mantenernos en forma, ágiles y flexibles. Escurridizos, incluso”[1].
Flexible para adaptarme de nuevo a una nueva etapa. Sin querer mantener las formas de siempre. Sin repetir constantemente esa frase que tanto mal me hace: “Esto siempre se ha hecho así”.
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La primera iglesia cristiana nació en un ambiente judeocristiano. La circuncisión era parte de su pasado y de su presente. Por eso se plantean exigirlo como presupuesto para seguir a Jesús.
Hablar de este tema no fue sencillo: “Esto provocó un altercado y una violenta discusión”, explica la Biblia. Pero al final habló el Espíritu Santo y mostró su querer: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”.
Los gentiles quedaban liberaron de la circuncisión. Aceptaron que estaban en otro momento y no era necesario mantener ese signo sagrado como expresión de una alianza profunda de Dios con el pueblo judío. Ahora era Cristo quien los unía. Fueron capaces de renunciar a algo tan importante, tan santo. No era sencillo. Pero lo hicieron.
Creo que necesito un corazón flexible y fácil para comprender el querer de Dios. Me cambian mis rutinas y hábitos y me quejo. No sonrío. Quiero ser flexible. El fin último de mi vida es hacerme más semejante a Jesús. Leía el otro día:
“En nuestra búsqueda de Dios nos apartamos de lo que nos atrae y nadamos hacia lo difícil. Abandonamos nuestras cómodas costumbres con la esperanza de que se nos ofrezca algo mejor que lo que hemos abandonado”[2].
Las costumbres me dan estabilidad. Lo rutinario me salva. Lo constante me calma. Cuando vivo de un lado para otro, sin estabilidad, me pierdo y corro el peligro de vivir fuera de mi centro.
Valoro enormemente a las personas capaces de hacer de la tierra que pisan su hogar. Echan raíces con facilidad allí donde llegan. Se arraigan sin temor a tener que irse un día.
Lloran por lo que han perdido cuando lo pierden. Pero vuelven a amar, a establecerse. Me gusta esa mirada sobre la vida. No se alteran cuando sienten que han perdido rutinas sagradas. Vuelven a empezar de cero, creando nuevos hábitos.
En mi búsqueda de Dios quiero ser capaz de abandonar rutinas metidas en mi corazón para aprender otras formas nuevas que me hagan capaz de vivir el presente con alegría.
Me adapto a lo nuevo. Y esa adaptación me hace crecer. Me vuelvo flexible. Disfruto con todo lo que Dios me da. No me apego de forma enfermiza a mis seguros.
Dejo el puerto seguro atrás adentrándome en ese mar profundo que me inquieta. Me hace falta valor. Y saber sufrir. Saber amar.
Saber anclarme y levar más tarde el ancla. Dejar y empezar de nuevo. Y volver a empezar. Sin pretender que todo sea siempre igual. Que las costumbres se mantengan caiga quien caiga.
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Quiero un corazón libre para vivir con paz en cualquier circunstancia. Dejar atrás lo que me pesa y volver a empezar. Es la alegría del que sabe que su vida es para darla. Esa actitud me gusta.
Pero no siempre soy abierto y flexible. A menudo me veo criticando al que hace las cosas de forma distinta. Al que no piensa como yo. Al que prefiere otras cosas diferentes.
Juzgo y condeno al que cuestiona mis hábitos y rutinas, mis puntos de vista. Me siento herido cuando hacen que mi mundo de seguridades se tambalee. ¿Me dejo complementar?
¿Acepto que las cosas no se hagan como yo creo que es mejor? ¿Me adhiero con facilidad a lo que otros piensan siendo su pensamiento diferente al mío?
Me veo rígido. Atado a mis ideas y creencias. Muchas de esas creencias son limitantes. Veo que me cuestan las novedades que traen los jóvenes. En lugar de alegrarme con la nueva vida que veo en sus propuestas.
Creo que ya no es todo como era antes y me asusta pensar de esa forma tan rígida. Vuelvo a sacar a la luz las antiguas enseñanzas. Para justificar mis puntos de vista y descartar como inválidos los nuevos caminos.
Quizás por eso me sorprende esa primera iglesia tan flexible y libre. Renuncian a algo sagrado porque ven que no se lo pueden imponer a los que vienen del mundo pagano. Ellos no tienen que estar circuncidados.
A veces me aferro a las frases de Jesús y las vuelvo rígidas. Las interpreto fuera de contexto, fuera del tiempo. Y me valen para defender todas mis posturas. Lo mismo hago con las frases de los santos. No sólo soy rígido para no aceptar los cambios. Soy rígido y justifico mi postura. Así me siento mejor, más en Dios.
Recorriendo Tierra Santa me impresionan cómo ciertas costumbres se vuelven tan rígidas que no permiten ningún cambio en los lugares santos. ¿Es mi Iglesia ahora más rígida que entonces?
El Espíritu Santo sopla donde quiere y despierta nueva vida en todo lo que toca. Así es la vida que viene de Dios. No es algo sólido como una roca. Tiene la vida de un río que adquiere nuevas formas y profundidades.
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[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama