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Esas piedras que pueden cambiar a quien las toca

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/05/19

Oración de un peregrino en Tierra Santa

He venido a tocar las huellas de Jesús, ocultas entre piedras milenarias. He querido oler los mismos olores que formaron parte de su infancia. He navegado el mismo lago que surcó su barca. He tocado la misma tierra que hollaron sus pasos por tantos caminos.

Me ha impresionado el sonido de lenguas que no conozco y que para Él serían tan familiares. He venido a recibir su Espíritu que dé vida a mis pasos. He ido a verlo a Galilea como me dijo: “Allí me encontraréis”.




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Y lo he encontrado y me he reencontrado con mi primer amor. He acariciado sus manos entre las aguas sosteniéndome cuando me hundo, lleno de miedos.

He sentido su abrazo eterno por los caminos por los que Él mismo caminó abrazando a los suyos. He subido los montes para escuchar palabras que cambien mi vida.

He visto milagros que calman el corazón del hombre que necesita signos y tiene hambre. He querido descender al lago y navegar sus mares. Entre aguas calmas o turbulentas.

He deseado oír palabras dichas al oído. He pretendido ser su discípulo amado y recostar mi cabeza en su costado. Me he visto llamado por su voz en medio de mis miedos cuando no soy capaz de sostenerme a mí mismo.

He sentido una paz entre lágrimas con su abrazo o el de mi Madre por la espalda. He deseado echar raíces en una tierra extraña que me acoge y distancia al mismo tiempo.

Me he acercado a su hogar de infancia. A los mares y cielos de su juventud sagrada. He revivido esa vida suya que llamo pública porque es la que realmente conozco. Ignoro tantos años ocultos en Nazaret…

He tocado su presencia viva en muchos corazones. Y han cobrado vida en mí las palabras que dijo un día, como si ahora volviera a repetirlas. Escucho otra vez los relatos que contaron.

He sentido un fuego dentro de mi alma que ha quemado resistencias y me ha dado una alegría profunda. Me he visto tan pequeño al lado de ese amor que ama hasta el extremo…

He querido volar en el vuelo de un águila, pretendiendo abarcar con mis alas el mundo entero. Con la fuerza de sus palabras que me impulsan a dar la vida, como Él la dio.

He besado piedras como un niño, las mismas piedras que Él pisó. Esperando quizá notar en el beso su cálida presencia. O sentir en ese olor a aceite sagrado su amor más cercano. Y me he arrodillado humillado para rezar:

“Querido Jesús. Has dejado tu huella en mis pasos. Has pasado enamorando mi vida. Has llenado mi alma con tu fuego. Sólo puedo arrodillarme y dar gracias. ¿Qué te puedo dar yo que tengo el corazón vacío? Sólo quiero que me calmes. Que llenes mi vida de esperanza. Que me hagas soñar con las alturas. Rompe las cadenas que me impiden quererte. Acaba con la coraza de mi corazón. Déjame notar tu presencia. Que el viento de tu espíritu llene mi mirada de alegría. Gracias, Jesús, por venir a mi orilla. Por quedarte conmigo cada tarde. Por recorrer a mi lado mis cruces y alegrías. Gracias por quererme tanto. Cuando yo en mi pobreza no sé quererte. Gracias por hacerme soñar con las alturas. Y poder esperar alegre cada tarde tu venida. Tu carne es parte de mi carne. Me da la vida. Recibirte le da un sentido a mis pasos. Gracias por estar ahí. Tan cerca, dispuesto a calmar mis ansias”.

He llorado con lágrimas profundas de ese mar hondo que llevo dentro. He repetido mi sí mil veces. He querido renovar en ese monte Moria, monte del sacrificio, mis más verdaderos anhelos. Los he renovado renunciando a lo que no puedo retener con mis manos.

He vuelto a decir que sí, amando. Es tan fácil decir que sí y luego no hacer nada. Tengo la tentación de decir que no quiero amar, ni seguir, ni luchar. La tentación de quedarme quieto. La misma tentación que tengo cuando deseo guardar mi vida para que no se pierda y no me hagan daño.

Y escucho al mismo tiempo su voz que me invita a hacerme uno con Él, dando la vida. Y me pide quedar oculto bajo el polvo que cubre estas rocas milenarias.

He vuelto a recordar que amar significa soltar el timón de mi barca. Amar me exige echar raíces y volar al mismo tiempo. Santa contradicción del alma. Amar en la carne y en el alma. No dejar de amar, de atarme. Y saber al mismo tiempo que la vida se conjuga en presente, aquí y ahora.

Albergo la esperanza de que todo cambie dentro de mí después de haber tocado tantas piedras. Veo con melancolía que sigo siendo el mismo hombre pobre, niño frágil.

He sostenido en mis manos una balanza, queriendo medir el peso de mi vida. Pesan poco mis obras y mis sueños. Muy poco mi amor y mi fidelidad. Peso poco. No valgo tanto como esperaba, como soñaba.

He querido detener el tiempo en mi reloj de cuerda. Volviendo a aquel momento en el pasado en el que Jesús caminaba, curaba y hablaba con la fuerza de un volcán.

Pero Jesús ha venido junto a mí y me ha pedido que no lo haga. Que me quede aquí y ahora donde estoy. Es lo que cuenta. Que aquí es cuando me habla. Aquí es cuando me dice. Aquí es cuando me sana y hace milagros.

Aquí y ahora es cuando me grita al corazón para pedirme que no tema. Que tenga paz. He vuelto a creer en sus palabras. Han resonado con fuerza dentro de mi alma. Tengo paz después de tocar tantas piedras.

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