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La voz que realmente calma la soledad (mía y de otros)

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/05/19

No me seducen ya otras voces, no me dejo tentar por otros cantos de sirena que prometen lo que no pueden darme

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El desierto y la sed. El lago y el torrente. El alma anhela el cielo y se arrastra por la tierra. Como dice una canción: Como busca la cierva corrientes de agua, así mi corazón te busca a ti, Dios mío.

Tengo sed en el alma y busco fuentes que calmen la sed, corrientes de agua. Tengo una sed profunda que nada logra saciar. Sed de un agua pura que lo llene todo por dentro y calme mis ansias para siempre.

Quiero un mar dentro de mí. No fuera. Quiero un agua viva que calme para siempre mi inquietud. Un pozo que no deje nunca de fluir dentro del alma.

Y me adentro en el desierto buscando corrientes de agua. Entre las rocas. Bajo un calor asfixiante. Ese mismo desierto que recorrieron los pasos de Jesús. Tan cerca de Jericó, tan cerca del río Jordán.

El desierto me contempla lleno de ciervas que buscan corrientes de agua. Lleno de grutas escondidas en la arena en las que el alma se enfrenta con la soledad más fría, más dolorosa. Sintiendo el silencio pesado. Caminando con la incertidumbre y el miedo.

Y siento una sed que duele muy dentro. Es esa sed de un agua que pueda calmar el fuego que calcina mis huesos. En medio de un desierto tan cerca del río.

Es tan duro ese calor lleno de voces en medio de la arena. Unas voces de Dios susurrando respuestas. Otras voces del demonio insinuando tentaciones. Mi corazón duda de todo en el desierto.

Junto al río sentía el calor del amor de Dios. La plenitud del Espíritu. La luz del sol y el cielo abierto. El agua llenando mi pozo vacío, regando mi tierra reseca y baldía.

En el río tenía menos miedo y más paz. Más alegría repentina. Más abrazos firmes. Pero en el desierto duele la arena ardiente en el alma, en los pies. Y las piedras arañan mi piel cansada.

Y me veo tan solo en medio de los vientos que surcan la arena… ¿Cómo puedo seguir las huellas de Jesús amando por los caminos cuando apenas distingo sus pasos?

El camino pasa junto a mí dejando a un lado el río y a otro lado el desierto. Y asciende de Jericó a Jerusalén. O baja de Jerusalén a Jericó como ese hombre que bajaba a Jericó y lo atracaron.

Y Jesús en su parábola me explica quién ese prójimo al que tengo que amar. Y yo no lo conozco, no sé bien quién es.

Porque asocio mi prójimo a mi amigo cercano, al que me favorece, al que me agrada. Ese es próximo a mi vida. Me hace bien.

Pero Jesús me dice que mi prójimo es ese hombre tirado al borde del camino. Entre el río y el desierto. Abandonado a su suerte. Despreciado por todos. Con sed en el alma y en el cuerpo. Sin agua con las que limpiar sus heridas y calmar sus ansias.

Un hombre solo en medio de la tarde, o de la noche. Solo y desconocido. ¿Cómo va a ser ese mi prójimo, cuando yo voy con prisa y no lo conozco? No forma parte de mi vida. Como tampoco forman parte de mi camino tantos hombres solitarios que cruzan mi tierra.

Yo paso de largo porque pienso que son lejanos, que no están lo suficientemente cerca de mis intereses.

Y mi amor es escaso, no basta para mover mi misericordia. O pienso que no es mi momento para tender una mano y perder el tiempo.

No quiero complicarme la vida y tener que cambiar mi agenda. Y empezar así una aventura de misericordia cuando estoy acostumbrado a pensar en mí, en mi vida, en mis problemas, en mis próximos afables y cercanos. Los que no dan problemas.

Pienso en todo lo que está más próximo a mi deseo. Y me olvido de los que siento lejanos. No me incumben sus problemas. No me atan sus necesidades.

Sigo de largo por el camino que baja a Jericó. O asciende a Jerusalén. No me detengo. Y mi vida sigue siendo ese camino que recorro por esta tierra que discurre entre el agua y la sed.

Entre el sol y las sombras. Entre el mar en calma y la tempestad violenta. Así suele ser en mi vida. No todo es paz. No todo es lucha.

Y en ese camino incierto confío. Como siempre lo he hecho. Cuando tengo sed confío en que Jesús calmará con su agua mi agonía.

Cuando me sienta incapaz de calmar las aguas. Suplicaré que su voz siembre la paz en lo más hondo.

Y no dejaré de mirar a ambos lados de mi camino buscando sus huellas. Buscando prójimos a los que amar y socorrer saliéndome de mi ruta, de mi plan marcado, de mis planes.

No pierdo la esperanza de encontrar a mi prójimo. Y en mi prójimo veré su rostro, el de Jesús. Es lo que importa para amar de verdad como Jesús me ama.

Busco al herido desde mi propia herida. Al sediento en medio de mi propia sed. Al que se hunde estando yo hundiéndome en aguas revueltas. Es la actitud de mi corazón la que importa. Es mi mirada la que de verdad cuenta.

Importa mi capacidad de amar y entregarme. El amor que se hace entrega es el que vale. Como el de Jesús perdonando en la cruz.

Es el amor humano roto en lágrimas el que de verdad sana y purifica. El amor que carga con el caído, con el herido, sin importar nada más.

Cuando me acerco al herido, se vuelve próximo. Deja de estar lejos. Me importa. Y entonces ya no cuentan ni el tiempo ni el esfuerzo.

El amor verdadero no mide, simplemente se da. No lleva cuentas, respeta. No espera, simplemente ama. Y lo da todo a cambio de nada.

Porque así es Dios conmigo. Me ama con locura y sin esperar nada de mí. No busca que sea perfecto. No quiere que lo haga todo bien. Quiere sólo la respuesta tímida de mi amor pequeño. Por eso me lleva al desierto para seducirme.

Oseas 2,16: Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Y ella responderá como en los días de su juventud”.

Así hace Jesús con mi alma. Me conduce al desierto para renovar el amor de mi juventud. Mi primer amor.

Y me adentra a la vez en las aguas del río o en el mar revuelto para pedirme que confíe, que no tema, que Él me ama como a su hijo predilecto.

Eso me basta para poder yo amar a los que pone en mi camino. Eso me basta para resistir en el desierto la sed y la soledad.

Por eso me confortan las palabras del padre José Kentenich:

La filialidad nos ayuda a desarrollar una singular seguridad instintiva y una capacidad de acertar en lo correcto. Nos permite identificar con asombrosa seguridad la voz del Padre del cielo de entre millones de otras voces que nos interpelan tratando de seducirnos”[1].

En las aguas del Jordán he aprendido a ser hijo. Reconociendo su voz entre muchas voces. Abrazándome sutilmente a su cuerpo herido.

Dios me lleva a lo más profundo de mi alma. En medio del desierto me seduce su voz. La reconozco. No quiero dudar que es Él llamando a mi puerta para que abra. Una y otra vez esperando ante mi puerta cerrada.

No me seducen ya otras voces. No me dejo tentar por otros cantos de sirena que prometen lo que no pueden darme.

Creo en la voz del Padre, del pastor de ovejas, del amante herido. Esa voz que me alza por encima de mis miedos y vértigos. Me saca de mi postración. Me lleva junto a su corazón herido.

Y allí me sostiene hundiéndome una y otra vez en las aguas de su misericordia. Y calma mi sed cuando vago perdido por las arenas del desierto.

Dios me ha conducido hasta allí para seducirme. Es su mirada la que me traspasa. Su amor verdadero que toma en sus brazos mi cuerpo herido, mi alma llagada, para sanarme.

Es Él el que viene hasta mí. Reconozco sus pasos y su voz. Y su vida se convierte en paz en medio de mi camino. Y siento menos sed, y tengo menos miedo. Y confío en que Él es capaz de cambiar mi corazón y ensanchar mi mirada.

[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández

La voz que realmente calma la soledad (mía y de otros)

No me seducen ya otras voces, no me dejo tentar por otros cantos de sirena que prometen lo que no pueden darme

El desierto y la sed. El lago y el torrente. El alma anhela el cielo y se arrastra por la tierra. Como dice una canción: Como busca la cierva corrientes de agua, así mi corazón te busca a ti, Dios mío.

Tengo sed en el alma y busco fuentes que calmen la sed, corrientes de agua. Tengo una sed profunda que nada logra saciar. Sed de un agua pura que lo llene todo por dentro y calme mis ansias para siempre.

Quiero un mar dentro de mí. No fuera. Quiero un agua viva que calme para siempre mi inquietud. Un pozo que no deje nunca de fluir dentro del alma.

Y me adentro en el desierto buscando corrientes de agua. Entre las rocas. Bajo un calor asfixiante. Ese mismo desierto que recorrieron los pasos de Jesús. Tan cerca de Jericó, tan cerca del río Jordán.

El desierto me contempla lleno de ciervas que buscan corrientes de agua. Lleno de grutas escondidas en la arena en las que el alma se enfrenta con la soledad más fría, más dolorosa. Sintiendo el silencio pesado. Caminando con la incertidumbre y el miedo.

Y siento una sed que duele muy dentro. Es esa sed de un agua que pueda calmar el fuego que calcina mis huesos. En medio de un desierto tan cerca del río.

Es tan duro ese calor lleno de voces en medio de la arena. Unas voces de Dios susurrando respuestas. Otras voces del demonio insinuando tentaciones. Mi corazón duda de todo en el desierto.

Junto al río sentía el calor del amor de Dios. La plenitud del Espíritu. La luz del sol y el cielo abierto. El agua llenando mi pozo vacío, regando mi tierra reseca y baldía.

En el río tenía menos miedo y más paz. Más alegría repentina. Más abrazos firmes. Pero en el desierto duele la arena ardiente en el alma, en los pies. Y las piedras arañan mi piel cansada.

Y me veo tan solo en medio de los vientos que surcan la arena… ¿Cómo puedo seguir las huellas de Jesús amando por los caminos cuando apenas distingo sus pasos?

El camino pasa junto a mí dejando a un lado el río y a otro lado el desierto. Y asciende de Jericó a Jerusalén. O baja de Jerusalén a Jericó como ese hombre que bajaba a Jericó y lo atracaron.

Y Jesús en su parábola me explica quién ese prójimo al que tengo que amar. Y yo no lo conozco, no sé bien quién es.

Porque asocio mi prójimo a mi amigo cercano, al que me favorece, al que me agrada. Ese es próximo a mi vida. Me hace bien.

Pero Jesús me dice que mi prójimo es ese hombre tirado al borde del camino. Entre el río y el desierto. Abandonado a su suerte. Despreciado por todos. Con sed en el alma y en el cuerpo. Sin agua con las que limpiar sus heridas y calmar sus ansias.

Un hombre solo en medio de la tarde, o de la noche. Solo y desconocido. ¿Cómo va a ser ese mi prójimo, cuando yo voy con prisa y no lo conozco? No forma parte de mi vida. Como tampoco forman parte de mi camino tantos hombres solitarios que cruzan mi tierra.

Yo paso de largo porque pienso que son lejanos, que no están lo suficientemente cerca de mis intereses.

Y mi amor es escaso, no basta para mover mi misericordia. O pienso que no es mi momento para tender una mano y perder el tiempo.

No quiero complicarme la vida y tener que cambiar mi agenda. Y empezar así una aventura de misericordia cuando estoy acostumbrado a pensar en mí, en mi vida, en mis problemas, en mis próximos afables y cercanos. Los que no dan problemas.

Pienso en todo lo que está más próximo a mi deseo. Y me olvido de los que siento lejanos. No me incumben sus problemas. No me atan sus necesidades.

Sigo de largo por el camino que baja a Jericó. O asciende a Jerusalén. No me detengo. Y mi vida sigue siendo ese camino que recorro por esta tierra que discurre entre el agua y la sed.

Entre el sol y las sombras. Entre el mar en calma y la tempestad violenta. Así suele ser en mi vida. No todo es paz. No todo es lucha.

Y en ese camino incierto confío. Como siempre lo he hecho. Cuando tengo sed confío en que Jesús calmará con su agua mi agonía.

Cuando me sienta incapaz de calmar las aguas. Suplicaré que su voz siembre la paz en lo más hondo.

Y no dejaré de mirar a ambos lados de mi camino buscando sus huellas. Buscando prójimos a los que amar y socorrer saliéndome de mi ruta, de mi plan marcado, de mis planes.

No pierdo la esperanza de encontrar a mi prójimo. Y en mi prójimo veré su rostro, el de Jesús. Es lo que importa para amar de verdad como Jesús me ama.

Busco al herido desde mi propia herida. Al sediento en medio de mi propia sed. Al que se hunde estando yo hundiéndome en aguas revueltas. Es la actitud de mi corazón la que importa. Es mi mirada la que de verdad cuenta.

Importa mi capacidad de amar y entregarme. El amor que se hace entrega es el que vale. Como el de Jesús perdonando en la cruz.

Es el amor humano roto en lágrimas el que de verdad sana y purifica. El amor que carga con el caído, con el herido, sin importar nada más.

Cuando me acerco al herido, se vuelve próximo. Deja de estar lejos. Me importa. Y entonces ya no cuentan ni el tiempo ni el esfuerzo.

El amor verdadero no mide, simplemente se da. No lleva cuentas, respeta. No espera, simplemente ama. Y lo da todo a cambio de nada.

Porque así es Dios conmigo. Me ama con locura y sin esperar nada de mí. No busca que sea perfecto. No quiere que lo haga todo bien. Quiere sólo la respuesta tímida de mi amor pequeño. Por eso me lleva al desierto para seducirme.

Oseas 2,16: Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Y ella responderá como en los días de su juventud”.

Así hace Jesús con mi alma. Me conduce al desierto para renovar el amor de mi juventud. Mi primer amor.

Y me adentra a la vez en las aguas del río o en el mar revuelto para pedirme que confíe, que no tema, que Él me ama como a su hijo predilecto.

Eso me basta para poder yo amar a los que pone en mi camino. Eso me basta para resistir en el desierto la sed y la soledad.

Por eso me confortan las palabras del padre José Kentenich:

La filialidad nos ayuda a desarrollar una singular seguridad instintiva y una capacidad de acertar en lo correcto. Nos permite identificar con asombrosa seguridad la voz del Padre del cielo de entre millones de otras voces que nos interpelan tratando de seducirnos”[1].

En las aguas del Jordán he aprendido a ser hijo. Reconociendo su voz entre muchas voces. Abrazándome sutilmente a su cuerpo herido.

Dios me lleva a lo más profundo de mi alma. En medio del desierto me seduce su voz. La reconozco. No quiero dudar que es Él llamando a mi puerta para que abra. Una y otra vez esperando ante mi puerta cerrada.

No me seducen ya otras voces. No me dejo tentar por otros cantos de sirena que prometen lo que no pueden darme.

Creo en la voz del Padre, del pastor de ovejas, del amante herido. Esa voz que me alza por encima de mis miedos y vértigos. Me saca de mi postración. Me lleva junto a su corazón herido.

Y allí me sostiene hundiéndome una y otra vez en las aguas de su misericordia. Y calma mi sed cuando vago perdido por las arenas del desierto.

Dios me ha conducido hasta allí para seducirme. Es su mirada la que me traspasa. Su amor verdadero que toma en sus brazos mi cuerpo herido, mi alma llagada, para sanarme.

Es Él el que viene hasta mí. Reconozco sus pasos y su voz. Y su vida se convierte en paz en medio de mi camino. Y siento menos sed, y tengo menos miedo. Y confío en que Él es capaz de cambiar mi corazón y ensanchar mi mirada.

[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández

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