Claro que hay que darse un buen viaje y ponerse muy guapo y guapa. Pero esta felicidad es para dos días, para descansar, para veranear, no para llenar la vida
Nos están vendiendo felicidad por todas partes y suele ser una felicidad cara. Es una felicidad exigente y plagada de retos a veces desasosegantes. Experiencias maravillosas, comidas deliciosas, viajes inolvidables. La publicidad implícita, no sólo la explícita de los anuncios, de una vida regalada está en todas partes: cine, series, revistas, los famosos, los millonarios, Internet, etc.
Nos miramos en un espejo durísimo que pone en duda todo lo que nos rodea, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestro estatus social, nuestro coche, nuestra belleza. Aspectos algunos importantes y otros mucho menos relevantes. Todo son modelos y anhelos inalcanzables y suspiramos para parecernos a ellos en algo: el pelo rubio, la musculatura atlética, los ojos grandes y azules, el lujo. Luego nos extrañamos que algunas y algunos se hagan cirugía plástica.
Cuando se ha investigado sobre Instagram, fuente inagotable de publicidad implícita, se ha descubierto que la envidia que preside esta red social es considerable. Los emisores lo fotografían todo: una comida, un paisaje, un perro encantador. Pues bien: se ha estudiado el tema y se ha descubierto que los emisores quizá no buscan generar envidia pero sí buscan lucir vida lujosa, curiosa, glamurosa o simplemente llamar la atención y ser el centro.
Hay algunos receptores que pasan horas viendo estas fotos y videos colgados en Instagram y al final la envidia, tal como suena, les corroe por dentro. Su vida, la de los receptores, se vuelve pequeña, insignificante, insípida y vulgar. Y la maquinaria de la publicidad de la felicidad material sigue con su rueda.
La publicidad explícita, por supuesto también la implícita, nos dice machaconamente que si no lucimos, si no estamos en la cresta de la ola y a la última, no somos nadie. Y ahí nos ves a todos, haciendo fotos y videos para colgar no solo en Facebook, sino también en WhatsApp. Y la psicología ha estudiado estos temas y ha descubierto que es una felicidad a la vez efímera, y por eso mismo, insaciable.
Replanteemos la pregunta: ¿es verdad que esta felicidad material es la auténtica felicidad? La verdad es que no. Claro que hay que darse un buen viaje y ponerse muy guapo y guapa. Pero esta felicidad es para dos días, para descansar, para veranear, no para llenar la vida. Está claro que es muy bueno vivir con holgura. El dinero ayuda pero no da la felicidad.
La felicidad real anda más hondo y hay que darle un nombre: estamos hablando de alcanzar la paz interior y la vida plena de sentido. La felicidad no es el placer, la belleza, el éxito, que en pequeñas y oportunas dosis son muy convenientes.
El placer de comer bien, mejor muy bien acompañado; el amor recibido por parte del cónyuge, a poder ser en un amor fiel; los éxitos profesionales que nos ayudan a seguir empujando en un trabajo bien hecho y al servicios de los demás no solo por el afán de éxito. Amistad, amor fiel, trabajo bien hecho son asuntos que nos dan paz.
La paz emerge cuando por delante de la felicidad ciega está la satisfacción de una vida coherente. Una vida que tiene sentido porque es vivida con serenidad y capacidad de aceptar lo que nos llega cada día. Sin correr, sin obsesionarse por ascender y ascender, sin meterse en la dinámica de la envidia y los celos. Sin odio y rencillas. Hemos hablado de un buen viaje y de estar guapos: por supuesto.
Después de estar a finales de agosto en Lanzarote hay que llegar a casa morenos y alegres, descansados pero también preparados para hacer las cosas bien hechas. Entonces empieza la tarea de ser coherentes y de pensar en el otro. En los muchos otros que nos encontramos a lo largo del día.
Sin embargo en seguida surge la pregunta. ¿Qué hacemos con el otro? Y la respuesta es clara y se despliega por planos, por grados, según la cercanía que se tenga con el otro. Al otro hay que tratarlo bien, respetar su dignidad, ser justo con él. Pagarle un buen sueldo. Hay que cuidarlo, hay que servirlo, por supuesto con naturalidad. Ofrecerle nuestro mejor trabajo. Eso supone trabajar bien y socialmente ser muy amable, muy atento.
¿Y con los amigos? A los amigos hay que apoyarlos, entenderles, hay que servirles: en las duras y en las maduras. ¿Y a los familiares más cercanos?: esposa, hijos, madre, etc. Para estos cercanísimos prójimos solo hay una clave: entregarse, darse uno mismo. Pasar horas con los hijos, educarlos; visitar frecuentemente a la madre mayor que tanto nos reclama; y a la esposa, al esposo quererlos sencillamente con locura.
Y toda esta retahíla de planos y protagonistas son la coherencia, la paz que se convierten en la auténtica felicidad. “¡Qué cansado, qué palo! A mí que me sirvan, que me hagan caso, que me halaguen, que me admiren”. Pero eso no es la felicidad.
La vida coherente, con sentido, es esforzada pero es un regalo inmenso para el corazón, para el alma. Y el pago es andar templados, felices interiormente, sabiendo que hacemos bien las cosas y tenemos la conciencia tranquila. Estas personas son las que tienen más amigos, y unos hijos más agradecidos y un cónyuge lleno de satisfacción dado que, aún en la adversidad, uno se siente profundamente amado.
Se ha estudiado la amistad, la vida familiar y la vida con sentido y son las claves de la felicidad. Es más, la felicidad es la vida virtuosa desde Aristóteles hasta la Psicología positiva. Una última gota densísima de felicidad: el voluntariado, la donación del propio tiempo para causas justas, luchar por fines nobles. Insistimos la felicidad es acción: podemos acabar cansados pero muy contentos por dentro: llenos de paz.