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Crucifican a Jesús y se termina la rebelión que nunca quiso ser

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Esteban Pittaro - publicado el 19/04/19

¿Cómo habría contado la prensa el día a día de Jesús en esta Semana Santa? Vive con Aleteia desde una mirada distinta los acontecimientos de estos días

The Jersusalem Times BC. Edición vespertina.

Con claros vestigios de nulidad, un juicio de tiempo récord que no convenció ni a su ejecutor Poncio Pilatos, Jesús de Nazaret fue condenado a muerte y crucificado esta misma tarde. Tras la detención del Nazareno, de la que dimos cuenta en la edición de ayer, ocurrió un inédito y rápido juicio de parte de los sacerdotes, ratificado luego por el Prefecto romano.

En horas de la madrugada el Nazareno fue expuesto en el palacio del Sumo Pontífice Caifás a un juicio público. Daba igual la opinión de los ancianos, de los servidores, de los soldados… Nadie defendía al acusado, ni nadie le explicaba la sentencia. Todos acusadores. Ante la ausencia de protocolo oficial, la prensa pudo ingresar al atrio sin inconveniente. Este periodista ha cubierto decenas de procedimientos judiciales tanto en el fuero religioso como el civil, pero jamás ha visto una desorganización tal como este.

Los voceros oficiales del Sanedrín no lograban dar con un parte de prensa claro: ¿De qué se le acusaba?

Bofetadas contra el acusado, insultos. El acusado, no obstante, se llamaba al silencio. No con bronca, mordiéndose la lengua, pero sí con silencio. Algunas mujeres ancianas evocaban en silencio al salmista al decir “Enmudecí, me quedé en silencio y en calma, mi dolor aumentaba al ver cómo se alegraban de mi mal”.

Fue Caifás, conocedor del sentir de sus colegas, quien logró extraer una ligera blasfemia de Jesús. Antes, el Nazareno había sido interrogado por sus discípulos y por su doctrina, preguntas ante las que respondió evasivamente: “He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto”.

Pero Caifás alzándose de su banca, con los ojos casi escapados de su cuerpo, le increpó: “¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti? Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Y el Nazareno respondió: “Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo”.

Gran parte de los presentes no entendió la respuesta, o al menos eso pareció comunicarse con su rostro y ante el silencio provocado. Pero Caifás rasgó sus vestiduras. Lo que siguió fue una escena de gritos y agravios por horas, mientras los sacerdotes se retiraron a descansar unas horas. El griterío solo se detuvo cuando cantó el gallo, señal del amanecer que provocó un inmediato silencio que se impuso al fuerte bullicio de las decenas de siervos de los sacerdotes y curiosos que colmaban el palacio. Pero al cantar del gallo todos callaron. Y por sobre la figura de todos pudo verse a Pedro, el discípulo de Jesús, conmovido al borde del llanto, saliendo del palacio.

Intentamos conversar con él pero rehusó hacer declaraciones. Tampoco quiso hablar Juan, de cuya boca alcanzamos a escuchar: “hay que avisarle a María”.

En las distintas rondas se hablaba de Judas el Iscariote, y que habría sido él el entregador. En la edición de ayer, confirmamos que fue él quien lideró al grupo que detuvo a Jesús en el Monte de Olivos. Algunos habían alcanzado a leer la edición, y otros completaban: “se lo vio por aquí recién queriendo devolver una bolsa de monedas”. Todo a metros del Nazareno, que no interactuaba con nadie.

“¿Qué mal ha hecho?”

Con la salida del sol, los sacerdotes sorprendieron al llevar ellos mismos al Nazareno al Prefecto. “Quieren la muerte de Jesús, ellos no pueden ejecutarla, pero también saben que el juicio carece de fundamentos. Quieren presionar a Pilatos para que no evada la sentencia”, explicó un asistente del suegro de Caifás, Anás, uno de los más sabios y respetados de todos.

Pilatos venía preparándose para este momento desde hace días. Sus informantes lo habían mantenido informado durante la madrugada. Quizá por eso, sin mayor diálogo, les dijo “júzguenlo ustedes mismos”.

Pilatos interrogó brevemente a Jesús. Según un testigo cercano al Prefecto, Pilatos le preguntó si era rey, a lo que Jesús le habría respondido que su reino no era de este mundo. La conversación duró unos minutos, y el testigo confirmó que se acabó cuando Pilatos dijo, misteriosamente, “¿Qué es la verdad?”. Alguien hizo recordar a Pilatos que Nazaret era de la provincia de Galilea, y en Jersualén por estas horas se encuentra el rey Herodes. Por lo que Pilatos sonrió y le envió al Nazareno al Tetrarca de Galilea.

Miles fueron congregándose en las calles, y aún no terminaba de nacer el día, para acompañar el camino. La visita a Herodes fue efímera. Si bien no pudimos acceder al predio y ser testigos del encuentro, el asistente de Anás confirmó que Jesús no abrió la boca y que Herodes insistía con pedirle milagros al Nazareno. Lo envió de regreso rápido a Pilatos: “No le interesó tomar parte en un juicio que divide a los judíos”, sugirió nuestra fuente.

De regreso al Pretorio, Pilatos volvió a salir al encuentro del grupo que traía a Jesús. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. Ni en su propio palacio. Según su entorno, su esposa Claudia le habría hablado bien del Nazareno, y condenándolo se ganaría un problema en el hogar. En minutos, una de las últimas cartas de Pilatos para rescatar a Jesús fracasó. El Prefecto mandó a llamar al delincuente Barrabás y apelando a una antigua tradición para la Pascua que permitía la liberación de un preso gritó al pueblo “¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?”.

El rostro de Pilatos se desfiguró por completo al escuchar el nombre de Barrabás. “¿Acaso no estaban en la plaza algunas de las victimas de este delincuente?”, protestó en una reunión privada minutos más tarde.

En pocos minutos, cerca del mediodía, el Nazareno, que ya no hablaba, que no protestaba, que no se defendía, reapareció en escena absolutamente desfigurado de golpes y azotes, cubierto con un manto rojo y con una corona de espina en la cabeza. Pero el clamor continuaba y Pilatos indicó la crucifixión del Nazareno. Algunos sacerdotes se mostraban orgullosos: “Cuando mencionamos que nuestro único rey era el César, lo convencimos”, decían. Pero cerca del Prefecto aseguraron: “Lo habíamos escuchado hablar a favor de pagar los impuestos. Pagaron a todos para que pidan su muerte y presionen a Pilatos”.

Fin de la rebelión que no fue ni quiso ser

Al Nazareno le hicieron cargar su cruz hasta el Gólgota. Pocos se solidarizaron con él en el camino. Algunas mujeres, su propia madre acompañada por Juan, un campesino que circulaba por allí con sus hijos, y poco más. Cubierto de sangre y polvo, humillado y agraviado, aquel que habría de convertirse en Rey, pese a sus prodigios y milagros, comenzó a ser parte de los anales de historia.

Su cruz fue ubicada entre otras dos. De sus seguidores, solo pudo verse al momento de la muerte a Juan, quien acompañaba a la Madre de Jesús, María. Permanecieron al pie de la cruz. Ninguno de los que habían vitoreado hace apenas unos días al Nazareno en su ingreso a la ciudad estaba.

Cerca de las tres de la tarde, el Nazareno, que durante unos minutos conversó con los otros crucificados, pidió algo para beber. Un soldado le arrimó una esponja llena de vinagre. Confirmamos después con este hombre que al beber dijo: “Todo se ha cumplido”.

Una tormenta se desató casi al instante. Al rato, antes de quebrarle las piernas, advirtieron que ya estaba muerto. A la distancia pudimos ver a soldado clavando una lanza a la altura del corazón.

Desde la distancia pudimos ver que descendieron el cuerpo de Jesús. Así terminó la rebelión que no fue ni quiso ser. En los palacios de Pilatos y del Caifás durante una semana se había temido una destrucción de la ciudad que no ocurrió, la entrada de un ejército que al fin y al cabo no alzó ni un arma.

“¿Cómo explicar los milagros?, todos los vimos. ¿Y las profecías cumplidas?”, argumentó a este medio José, quien ofreció su propiedad cercana para trasladar el cuerpo. Conmovido, al ver como cubrían con una gran piedra el ingreso al sepulcro, dijo que todavía tiene algo de esperanza. En qué, no supo decir. Los ojos de María, la madre de Jesús, a metros, asintieron.

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