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¿Por qué no te sorprende el hecho de estar vivo?

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Miguel Pastorino - publicado el 07/04/19

La capacidad de asombro ante la vida es fuente de sabiduría

Escribía Gabriel Marcel en 1955 que el aumento progresivo de los conocimientos científicos y la creciente desorientación en los laberintos de las especializaciones, van acompañados cada vez más de una mayor incertidumbre respecto a lo que constituye el ser profundo y último del ser humano.

Las reflexiones que han contribuido al conocimiento de nosotros mismos nacieron de hombres y mujeres que a lo largo de la historia se atrevieron a pensar más allá de lo que les parecía natural u obvio. Ellos se animaron a preguntarse, se dejaron asombrar por el misterio que envuelve a la vida misma.

Martín Heidegger en 1951 escribió: “Ninguna época ha logrado tantos y tan dispares conocimientos sobre el hombre como la nuestra… Y, sin embargo, ninguna otra época como la nuestra ha sabido tan poco sobre el hombre. Pues jamás el hombre ha sido tan problemático como ahora”.

Y más de sesenta años después, tal vez podamos seguir afirmando que vivimos en medio de una gran crisis de identidad del propio ser humano y que el desconcierto sobre el sentido de la vida sigue tan vigente. ¡Somos un misterio para nosotros mismos!

Los antiguos filósofos griegos como Platón o Aristóteles afirmaron que lo que impulsaba a los seres humanos a querer saber, era el asombro y la admiración. Y es que la capacidad de asombrarse ante lo que parece obvio, es fuente de un pensamiento más profundo y crítico en la búsqueda de la verdad, es fuente de sabiduría. Una cosa es existir simplemente y otra muy distinta es “darse cuenta” de que uno existe.

No hablamos aquí del asombro ante cosas particulares y cotidianas, como asombrarse ante un edificio muy alto o un animal extraño, sino del asombro ante la propia existencia y el misterio que envuelve a la vida y el mundo que nos rodea. 

La admiración es la fuente no solo de la filosofía, sino también de todas las ciencias. El deseo de saber, de comprender y explicar la realidad está a la base del desarrollo científico a lo largo de toda la historia de la humanidad. Una cosa es ver, mirar, y otra muy distinta es admirarse de la realidad, de todo lo que existe, tomando distancia y obteniendo una visión de conjunto que se pregunte por la totalidad de lo que existe.

Esta admiración, cuando se experimenta, va unida a un gran sobrecogimiento y a una actitud de contemplación. El tomar distancia de la realidad nos despierta admiración y del admirar surge la sorpresa de la propia existencia.Muchos filósofos del siglo XX han afirmado que el problema más urgente y fundamental de nuestro tiempo es la pregunta por el sentido de la vida.

El milagro de la vida.

Cuando uno toma conciencia de que existe, pudiendo no haber existido nunca, comienza un viaje de ida hacia una mirada más profunda sobre el sentido de la vida. Y es que el hecho de existir deja de ser una obviedad y pasa a convertirse en una sorpresa, solamente en un ser que tenga la capacidad de tomar distancia de lo que le parece obvio y que sea capaz de verse a sí mismo como un ser limitado y temporal.

La muerte de los otros es tal vez el signo más evidente que nos muestra esta realidad. Caer en la cuenta de que hubo un tiempo en que yo no era y que habrá un tiempo en el que ya no seré, nos hace dar cuenta de los límites de nuestra vida y a su vez de sus posibilidades, lo cual puede conducirnos a amar la vida y a convertirla en un proyecto con sentido.

Cuando todo nos parece obvio y no nos admiramos de nada, vivimos la vida como autómatas. Pero hacer de la propia existencia un problema, nos hace sentirnos extraños en el mundo y por momentos el mundo deja de ser algo obvio y conocido para convertirse en una realidad más profunda, misteriosa y enigmática.

Aristóteles afirma en su “Metafísica” que esta experiencia es la que nos mueve a conocer, a buscar saber, no por utilidad alguna, sino por el mismo hecho de salir de la ignorancia y acercarnos a la verdad sobre nosotros mismos y sobre todo lo que nos rodea. Esta fue la razón que hizo nacer la filosofía en la antigua Grecia y la que ha impulsado a lo largo de los siglos el progreso en el conocimiento.

Una conciencia adormecida.

Entre los obstáculos que tenemos para vivir la experiencia del asombro podemos enumerar muchos, incluso en nuestro tiempo hay algunos más específicos, como la hiperestimulación que recibimos por estar “hiperconectados” y buscando sensaciones más que preguntarnos por la verdad de las cosas.

Un mundo que renuncia a la posibilidad de ir más allá de las apariencias y solo vive de ellas, no puede ya asombrarse de nada. Cuando todo nos parece “lo normal”, obvio y evidente, no nos abrimos a la sorpresa, estrechamos nuestro horizonte mental y vivimos casi en forma mecánica, sin preguntarnos demasiado por nada, salvo por la utilidad de las cosas o por la satisfacción más inmediata de nuestros deseos.

Cuando las únicas preguntas que hacemos son por la utilidad (¿para qué sirve esto?), damos por cierto todo lo que nos digan sin cuestionar nada, quedando así imposibilitados de pensar por nosotros mismos.

Vivir como si no fuéramos mortales, vivir con la inconsciencia de nuestra propia finitud, es lo que Heidegger llamaba “vida inauténtica”, una vida que se sumerge en la superficialidad y no se pregunta por la propia existencia.

Éramos una posibilidad entre millones de posibilidades y llegamos a ser. Además de existir, somos únicos e irrepetibles. ¿Eso no debería de asombrarnos? ¿No debería alegrarnos? ¿No nos sorprendemos ante personas que amamos y que podrían no haber existido nunca? En la tradición judeocristiana la experiencia de saberse único e irrepetible, al mismo tiempo que frágil y vulnerable en una vida efímera y limitada, se vuelve una certeza del amor de Dios y del misterio que envuelve cada vida humana.

La pregunta por el significado de la vida nace siempre de esta conciencia de uno mismo ante los límites de la existencia. Se necesita también coraje para hacerse estas preguntas, para dejarse asombrar, para abrirse a un camino sin retorno en la búsqueda de la verdad, en la búsqueda del sentido, ¿en la búsqueda de Dios?. 

El salmista manifiesta su asombro y admiración ante el ser humano: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? (Salmo 8). Muchos experimentan esta pregunta cuando en medio de la superficialidad se chocan con la realidad en sus formas más dura: la frustración, la derrota, el fracaso, la injusticia, el sufrimiento y la muerte. San Agustín en referencia a la muerte de un amigo expresa: “Me había convertido en un gran problema para mí mismo”.

La inesquivable pregunta por Dios.

A lo largo de toda la historia del pensamiento, hombres y mujeres que se han atrevido a hacerse las preguntas fundamentales, las preguntas por el sentido y la finalidad de la existencia no han podido esquivar la pregunta por Dios, ya sea para negarlo o para afirmarlo. Atreverse a asombrarse ante el Universo, ante la vida misma, nos mueve a preguntarnos por el origen y por el fin de la vida, por su finalidad y sentido, por la existencia de Dios.

Tal vez la gran tarea de nuestro tiempo sea recuperar la capacidad de asombro, la admiración para volver a despertar las grandes preguntas, hacerlas surgir, sacudir las anestesiadas conciencias consumistas con interrogantes incómodos que hagan pensar más allá de la utilidad. Incluso los fanatismos y fundamentalismos surgen cuando hay miedo a preguntarse, miedo a salir de las propias seguridades.

Dios se ha vuelto un extraño para muchos. Si no hay preguntas, de nada sirven las respuestas. Nadie busca respuestas para preguntas que no se hace. Ayudar a pensar, a reflexionar, ayudar a preguntarse por el sentido último de la vida, es abrir la posibilidad para que surja la pregunta por Dios en medio de la vida.

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