O lo que es lo mismo: ¿qué mensaje transmite la queja, y cómo atenderlo de manera correcta?
La queja está a la orden del día en la comunicación diaria. Basta con hacer silencio, escuchar a los demás y a nosotros mismos, y observaremos que apenas se dan situaciones en los que no se oigan lamentaciones personales o hacia lo que nos rodea.
¿Qué hay detrás de la queja: dolor, frustración, reproche…? Y, sobre todo, ¿para qué nos sirve? Cuando uno se queja, está expresando su impotencia ante una situación, sin buscar soluciones, quedándose en el victimismo.
Existen dos objetos de queja: la propia persona y las circunstancias externas a uno mismo (los demás, el mundo, la vida, Dios…). En conclusión, buscamos siempre al culpable de la propia desgracia.
Cuando me quejo de mí mismo, puedo optar por reprimir (no dejando salir la queja) o por hacérselo saber al otro: “estoy fatal”, “soy lo peor”, “nunca lo conseguiré… Ya sea exigiéndome y machacándome, o buscando la compasión de los demás.
Cuando nos quejamos de los demás, o de factores ajenos a nosotros, estamos empleando una estrategia que puede tener distintos objetivos:
- Un intento de llamar la atención del otro: al contar las propias desgracias, el otro no tendrá más opción que ofrecer muestras de afecto. Puede ser que la persona haya interiorizado desde pequeña que era querida y atendida cuando estaba herida o enferma.
- Un reproche indirecto: la persona no es capaz de enfrentarse, generalmente por miedo al otro, y necesita airear su malestar con los demás.
- Un ataque directo: haciendo responsable al otro del propio malestar.
¿Qué produce esto en los demás?
En ocasiones, el impulso de tranquilizar, halagar o aconsejar al que se queja. Frases típicas de esta reacción son “hombre, tampoco es para tanto”, “si en realidad eres muy bueno en esto otro…”, “tú lo que tienes que hacer…”.
Por otro lado, puede provocar el rechazo y la huida de los demás. Esto, a su vez, produce en el que se queja un sentimiento de incomprensión e insatisfacción, dando lugar a pensamientos como el clásico “nadie me entiende”, haciéndonos entrar en un bucle aun mayor de victimismo.
En esa espiral de victimismo, es fácil que la persona piense que sus desgracias no tienen remedio, y que termine relativizando el dolor ajeno para destacar que el suyo es el peor de todos.
Detrás de esta conducta suele haber una trampa: es la excusa perfecta para no tener que realizar ningún cambio, porque estos requieren esfuerzo.
Es importante entender que la queja no es una petición de ayuda, sino una demanda de confirmación. Por ello, para poder ayudar a las personas con un nivel de queja elevado:
- Acoge lo que te expresa: aunque la causa de su queja no sea tan grave, su sentimiento es real. Su sufrimiento no es exagerado. El primer consuelo que puedes darle es ser escuchado.
- Devuelve a los problemas su verdadera dimensión: una vez se haya expresado, explícale por qué, en realidad, su problema no es tan grande como lo percibe en este momento.
- Dale tiempo: seguramente al principio la persona estará reticente a tus consejos. Sin embargo, habrás allanado el terreno para que, una vez se haya enfriado un poco el problema, el que se quejaba recordará tus palabras y será capaz de relativizar las cosas.