Dentro de mí hay debilidad pero también fuerza, ¿cómo paso de una a la otra?Llega la Cuaresma y escucho continuamente la palabra conversión.
Comenta el papa Francisco: “No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús”.
Y yo empiezo a querer cambiar camino hacia la luz de la Pascua. No es tan fácil. No entiendo cómo, pero por más que me esfuerzo, nada sucede. Sigo siendo el mismo de antes. Débil, cobarde, egoísta.
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La palabra conversión me habla de un cambio profundo que anhela mi alma. La palabra griega metanoia hace referencia a un cambio de visión, a un giro por el que me convierto, o me arrepiente de algo.
Es una transformación profunda de mi corazón y de mi mente. ¿Acaso necesito el cambio? ¿Es necesario que me transforme de esa manera tan radical? ¿No basta con dar unos pequeños retoques?
Comienzo la Cuaresma y siento que no quiero cambiar demasiado. No porque esté todo en orden. Sino porque cambiar implica esfuerzo y dolor.
Un dejar de ser de una manera para ser de otra. Un abandonar ideas y puntos de vista para renovarme por dentro. Y todo cambio exige lucha, desgarro, llantos.
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Pienso en el gusano de seda que puede llegar a ser una mariposa. Para eso se reviste en su capullo a la espera del cambio. Dejará de arrastrarse sobre la tierra y podrá volar.
La mariposa me recuerda poco al gusano. Pero de ahí viene. Yo tengo mucho de gusano. Cuando me arrastro por la tierra y me dejo llevar por mis deseos de forma enfermiza. Cuando pierdo la alegría y mi tristeza transforma la vida en un pantano.
Entonces soy un gusano que dejo de soñar con las alturas y me conformo con el polvo y no quiero arrepentirme porque estoy bien donde estoy.
Y mi fealdad me gusta. O me he acostumbrado a ella. Se me olvida que dentro de mí hay una mariposa escondida. Tengo que dejarla salir.
Nunca dejaré de ser gusano. Y nunca dejaré de ser mariposa. En mí se confunden la fuerza y la debilidad. La experiencia de la conversión es lo que me permite pasar de un punto al otro. Asumir mi vida en su pobreza y ascender con ella a los cielos. Y dejar que se transforme mi vida en una vida mejor, más plena, más honda.
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Claro que quiero convertirme, aunque me cueste. Aunque sufra por dentro. No quiero cambiar sólo la piel. No pretendo sólo ser un poco mejor. Quiero cambiar, convertirme. Necesito una segunda conversión en la que Dios me haga una nueva persona. Necesito a Dios para poder cambiar.
El otro día leía: “Un conocimiento profundo de su dolor le permite convertir su debilidad en fuerza y ofrecer su propia experiencia como fuente de curación para los que, a menudo, están perdidos en la oscuridad de su propio sufrimiento incomprendido”[1].
El que ha recorrido ese camino de conversión puede ser para otros un sanador herido. Esa imagen me gusta. No deja de estar herido. No deja de sanar.
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Sana a otros precisamente desde la fragilidad, desde su humanidad, desde su experiencia de hombre necesitado de un amor que lo salve.
No quiero poner mi mirada en el esfuerzo de mi voluntad por hacer las cosas bien. Ya he fallado y volveré a hacerlo. Sé que mi misión en esta vida consiste en amar y ser amado. O ser amado para poder amar. Y aprender a amar con toda el alma, con todo el cuerpo.
Decía el padre José Kentenich: “La gran cuestión que interesa a todo verdadero educador es cómo convertir el saber en amor“[2].
Puedo tener muy clara la teoría. Pero ha de hacerse vida. Puedo saber muchas cosas. Tener claros muchos conocimientos. Pero si no tengo amor, de nada me sirve.
La conversión tiene que tocarme el corazón. Tiene que llegar al subconsciente de mi alma. Tiene que penetrar todas las fibras de mi ser.
Me siento enfermo y débil. Limitado en mis capacidades. Pobre en mis frutos. Me frustro tan fácilmente y me lleno de amargura.
Crece en mí el rencor contra los que no piensan como yo y son distintos. Me altero cuando me cambian los planes. Me vuelvo egoísta con mis deseos protegiendo la realización lo que sueño. Mi inmadurez afectiva me convierte en mendigo de amor.
Quiero convertirme y nacer de nuevo. Se lo pido a Dios.
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[1] Nouwen, El Sanador herido
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios, 86