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Si actúo, mal, y si no, peor… ¿cómo hacer bien con mi vida?

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Natalia Laurel - Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/03/19

Las consecuencias de lo que hago o no hago, de mis palabras y silencios, sólo son de Dios

Quiero que en algo cambie mi vida en Cuaresma. En algo importante. No tanto en los detalles. No se trata sólo de pequeños gestos.

Quiero algo más hondo. Un resurgir desde dentro. Volver a nacer. Más amor verdadero. Más vida, más pasión, más luz, más esperanza.

A veces veo que me atenaza el miedo. Temo perder lo que tengo. Y no lograr lo que sueño. Temo no ser fiel hasta la muerte. Y pensar, ya cerca de la muerte, que mi vida no ha sido plena. Temo no estar a la altura, no sé si de lo que yo espero de mí, o quizás de lo que Dios espera.

Me duele mi falta de libertad interior. ¡Cuánto me importa lo que el mundo piensa de mí, su juicio, su condena!

Y vivo atado a mis inseguridades temiendo perder la fama, la vida. Me hundo en vaguedades y decisiones poco firmes.

Quejándome de una vida que no se parece mucho a la soñada un día, cuando era joven y mi pecho ardía con grandes ideales. Y soñaba con cumbres.

No logro hacer de mis obras actos de misericordia que lo transformen todo. Algo me falta. No consigo convertir mi rutina en un caminar sagrado.

Quiero ser santo, me digo, con voz fuerte, para no olvidarme. Y se me llena la boca de bonitas palabras en las que creo, pero que parecen no cambiarme por dentro.

Y espero tal vez que sea Dios quien lo haga con una varita mágica. Tocando mi corazón herido. Y yo no hago nada por cambiar mi senda, mis pasos. No lucho demasiado.

Quizás espero un milagro de madurez. O me conformo con esta vida que llevo. Y me creo que Dios me ama. Al menos eso me dijo un día.

Pero yo no amo, ni tan siquiera me amo. Amar cuesta renuncia y renunciar me duele. Y la exigencia que necesito no la quiero. Y no sé cómo pero no quiero renunciar a nada.

Quiero los opuestos. Beso dos caminos. No sé si por eso me cuesta tanto el ayuno. Renunciar a lo que deseo. Aquí y ahora. En este momento.

Renunciar por amor. No porque me lo mandan desde arriba con orden firme. Renunciar para que otros vivan, tengan y sean más que yo.

Días sagrados busco. Una rutina santa. Albergo en mi corazón la esperanza de que un día como un viento suave se calmen mis ansias perdidas. Mis sueños rotos. Y la sangre deje de manar de mi herida abierta. Con un abrazo de Dios. Con una palabra sanadora. No lo sé. Con una mirada. Eso es lo que espero.

Creo en el valor sagrado de mis actos. Y en el poder que tiene mi comportamiento. El ejemplo es la ligazón más fuerte entre los hombres. Toda acción despierta en los demás la voluntad de actuar con rectitud, de salir del sopor de la somnolencia y de llenar las horas de actividad”[1].

Actúo creyendo hacer justicia, y puedo equivocarme. Mis juicios y mis actos pueden provocar un mal injusto.

Luego pretendo retirarme a la oración, lejos de los hombres, para que no me molesten, para no molestar. Para no hacer daño, para no ser injusto.

Pero entonces mi falta de acción, mi soledad, mi omisión, puede despertar un mal, un daño que yo nunca he pretendido.

Puedo influir actuando y a la vez no haciendo nada. Puedo hacer el mal y el bien con un acto, con una omisión. ¡Qué paradoja!

Mis silencios y mis palabras pueden cambiar el mundo. No controlo las consecuencias de mis actos ni de mis omisiones.

Yo sólo vivo. Pero de lo que se deriva de lo que hago o no hago sólo es Dios el dueño. Y yo no entiendo el poder de una palabra, la atracción de un sí sencillo y oculto, el poder de un abrazo, la fuerza del silencio.

No sé cómo de misteriosa es esta vida en la que el destino de los hombres se entrelaza en una red donde todo se une.

No puedo vivir aislado de nadie. En algún lugar mis actos ocultos encuentran eco. Y sabré que mi vivir y mi amar estarán dando un fruto hasta ahora desconocido.

No lo descarto. No me escondo. No miro hacia otro lado para no verme involucrado en injusticias, para no incurrir yo en el daño que otros reciben.

Quiero aislarme para que no me pese la culpa, para que no me culpen. No ansío tampoco la gloria si el bien es lo que logro.

Prefiero no ser responsable. Pero es imposible. Siempre mi actuar va a tener consecuencias. Incluso cuando intento obedecer, sin influir nada en lo que sucede.

No hay manera de permanecer al margen de todo lo que acontece. Sólo puedo decidir cómo quiero yo actuar en esta vida. Me gustaría desprenderme de mí mismo, de mi ego.

Leía el otro día: Quien aspira seriamente a ese desasimiento de su propia honra y de los propios gustos, y es ´sencillo´ en sus acciones, en sus deseos y en sus pensamientos, es decir, si no conoce más fondo que la gloria y el amor de Dios, ese tal se verá libre de muchas angustias parásitas del espíritu, y no debe temer las perturbaciones nerviosas[2].

Quiero vivir más libre de mis pretensiones. Actúo y hablo con sencillez sin esperar el reconocimiento de nadie. Me he desasido de mi orgullo que pretende ser valorado y encontrar paz en el aplauso del mundo.

No tienen que imitar mis gestos. No tienen que repetir mis palabras con su voz. No quiero influir con mis omisiones en nada de lo que sucede. No es la meta de mi vida.

Mis actos dejarán la huella que sólo Dios conoce. Igual que mis silencios. Pero no me turbo cuando veo que mis actos pasan desapercibidos y nadie los valora. O no escuchan mi voz y no siguen mis consejos.

Sólo pongo mi vida en las manos de Dios. Confío en Él. Deseo que Dios actúe en mí y me use como instrumento.

[1] Stefan Zweig, Los ojos del hermano eterno, 58

[2]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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