Hay que aprender a mirar atrás con agradecimiento y no con tristezaVer crecer a los hijos produce un sabor agridulce en el corazón.
Enseñarás a volar, pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar, pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir, pero no vivirán tu vida.
Sin embargo… en cada vuelo, en cada vida, en cada sueño,
perdurará siempre la huella del camino enseñado. (Teresa de Calcuta)
¡Cómo me está costando dejar ir la niñez de mis hijos! ¡Cuánta añoranza hay en mi alma!
Recuerdo como si fuera ayer este cuadro de mis hijos llegada la hora de ir a la cama:
“Mamá, ¿Me duermes? ¿Te puedes quedar un rato conmigo hasta que me quede dormido?”
Esta era la pregunta que por años me hicieron.
Y a lo lejos siempre se escuchaba la voz del papá:
“Cual me duermes. Ya están muy grandecitos para dormirse solos”.
Invariablemente esta fue mi respuesta: “Déjame aprovechar estos momentos en que aún me invitan a estar con ellos. Ya llegará el día en que ellos mismos me echen de su habitación”.
Dicho y hecho. Por años mi esposo y yo nos turnábamos por las noches para estar con cada uno, hasta que un día dejaron de “necesitarnos”. Así, sin saber ni cómo ni cuándo, crecieron… ¡Pero, en qué momento!
Claro, uno educa a los hijos para dejarlos listos para la vida. Para que justo suceda eso, que llegue el día en que nos digan: “Mamá, papá, te amo, pero ya no te necesito porque me dejaste listo para vivir sin ti, para volar. Ya soy grande”.
Crecieron y nos dimos cuenta que el amor y el tiempo que les regalamos de forma incondicional fueron de los principales ingredientes para que ellos mismos desarrollaran esas alas fuertes con las que ahora vuelan en busca de cumplir con su misión de vida, pero también fueron las raíces firmes para vivir sus vidas arraigados en lo que verdaderamente tiene valor: la familia. Todo eso es los que les mostrará el camino de regreso. Antes, nosotros -los padres- éramos todo su mundo. Ahora, ellos crearon su propio mundo y es su derecho vivir en él.
Por lo mismo hablo de esa sensación agridulce en el alma. Sale la sonrisa del rostro por la gratitud a Dios al ver en quienes se están convirtiendo, hombre y mujeres de bien que aspiran siempre al bien mayor, pero no se puede negar que también se siente algo -o mucha- nostalgia, añoranza, tristeza. Sí que se extraña su niñez.
Aunque no vale la pena quedarse estacionado en la esquina de “melancolía” con “ya quiero llorar porque extraño a esos niños”.
Sí, hay que recordar, pero para agradecer, para alegrarse, para deleitarse y reírse remembrando tantas y tantas travesuras y eventos que en ese momento se les dio demasiada importancia, como el tiradero de juguetes, el caos de la casa que parecía interminable. Las noches de desvelo, los hijos corriendo a tu cama porque tienen miedo. O las vocecitas gritando cada 5 minutos: “Mamá, mamá, mamá…” Y la mamá histérica: “¡Ya no me digas mamá; ya no me llamó así!”
¿Desearía que mis hijos volvieran a ser pequeños? Pero claro, mentiría si lo niego. Quizá para arreglar lo desarreglado, para hacer las cosas mejor… Cuánto tiempo perdido en cosas absurdas, tantos regaños sin sentido… También, hay tantos, tantísimos recuerdos tan maravillosos en que hubiéramos querido que el tiempo se detuviera, que los congelara.
Los peques ya no son peques, nos crecieron en un abrir y cerrar de ojos. Al final del día, para los papás, los hijos nunca dejarán de tener el corazón de niño. Siempre serán nuestros niños.