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¿Qué «toca» hoy? Hazlo así con alegría y pasión

NOWENNA O DOBRĄ PRACĘ

Unsplash | CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 11/02/19

Me duelen los complejos, las comparaciones, las envidias, los desprecios sufridos, las cruces no asumidas. La soledad, la incomprensión, el olvido... pero saber que soy de Dios me da la fuerza que necesito

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Cuesta tomar decisiones importantes. Cuesta dar un sí para siempre. Cuesta vencer los miedos y arriesgarme a hacer lo que nunca antes había hecho.

Por eso me gustan las palabras del papa Francisco en Panamá dirigidas a los jóvenes: “Ir a las raíces nos ayuda sin lugar a duda a vivir el presente, y a vivirlo sin miedo. Tenemos necesidad de vivir sin miedo respondiendo a la vida con la pasión de estar empeñados con la historia, inmersos en las cosas. Con pasión de enamorados”.

Me gusta pensar que yo puedo cambiar las cosas en torno a mí. La juventud la tengo acumulada en el alma, aunque mi cuerpo se empeñe en desmentirlo.

No quiero perder la inocencia de los jóvenes. No quiero dejar de soñar imposibles. No quiero mirar hacia atrás y leer lo que decía Matoes, padre del desierto: “Cuando era joven, me decía: quizás haga algo bueno. Pero ahora que he envejecido, veo que no hay en mí ninguna obra buena”[1].

Me da miedo mirar mi vida y no encontrar obras buenas. Siendo joven tengo un mundo por delante, toda una vida. Siendo viejo puede que ya haya pasado mi hora. Nunca es tarde. Eso lo sé. Siempre puedo decidirme en la juventud de mi alma.

En una película decía el protagonista: Esto es lo que ves cuando eres joven. Todo te parece muy cerca. Ese es el futuro. Y eso es lo que ves cuando eres viejo. Todo parece muy lejano. Eso es el pasado”.

Miro hacia atrás y me parece lejana mi vida pasada. Mantengo la mirada joven y veo de cerca el futuro que se abre ante mis ojos.

Me gusta soñar. Confiar en que es posible vivir una vida plena sin importar la edad. Me quiero volver a decidir por vivir la vida con pasión. Siempre hay mil posibilidades que se abren ante mis ojos.

Pero corro un peligro muy serio. Que la pereza me impida caminar más lejos. La pereza que no me permite emprender nuevos caminos.

La pereza que me dice que estoy cansado y necesito cuidar mi vida. Para cuando sea mayor. Para cuando tenga tiempo suficiente. Para cuando no surja nada más interesante.

Quiero darle mi sí a Dios que quiere enviarme. Quiere que abra las puertas de mi alma. Quiere que me entregue sin miedo.

Porque la vida se vive en presente. Ahora puedo amar, puedo hablar, puedo salir. Ahora puedo ponerme en camino. Estoy dispuesto a que me mande.

Dios no deja de necesitarme en este mundo tan enfermo. ¿Qué me paraliza tantas veces cuando me grita al oído que quiere mi sí? El miedo. La pereza. La dejadez. La inconsistencia de mi vida. Las cadenas que me pesan y atan.

Me siento esclavo de mí mismo. De mis fantasías y temores. Palpo a menudo mi fragilidad. Estoy llamado a mirar la realidad “con ojos de hombre y con ojos de Dios”.

Como dice el papa Francisco: “¿Y cuál es la señal de que un sacerdote va bien, mirando la realidad con los ojos de hombre y con los ojos de Dios? La alegría. Cuando un sacerdote no encuentra la alegría dentro, que se detenga inmediatamente y se pregunte por qué”.

El Papa recuerda que Don Bosco es el sacerdote de la alegría. Me gusta esa misión. Él vivía la alegría en su corazón y la contagiaba a los que compartían con él la vida.

Así quiero vivir, siendo causa de alegría para otros. Quiero detenerme y ver por qué a veces me aturde la tristeza.

Me duelen los complejos, las comparaciones, las envidias, los desprecios sufridos, las cruces no asumidas. La soledad, la incomprensión, el olvido.

La tristeza se encadena a mi alma y no me deja mirar con alegría. “Mándame, Señor, donde Tú quieras”, rezo con una sonrisa en el alma.

Quiero llevar su alegría. Quisiera vivir lo que dice el salmo: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario”.

Doy gracias, alabo en mi interior, me lleno de una alegría profunda. La alegría de saber que mi vida le pertenece a Dios. Soy suyo. Nada de lo mío me pertenece.

No tengo muchas cosas. Al ver cuántas cosas hay en una casa pienso que con muy pocas podría vivir. No necesito tantas. No las uso. No me hacen falta. A veces las acumulo buscando la felicidad del que posee. Como si en ellas estuviera la causa de mi alegría.

Subo más alto. Busco a Dios que me da una felicidad más duradera. Más firme. Sólo Él conoce mi corazón y sabe para lo que estoy hecho.

Quiere enviarme porque conoce mi debilidad y teme por mis incoherencias. Por eso me postro agradecido en su Santuario. Alabando, cantando para

Él. Si pudiera tener alegría constante en el corazón. Si no me dejara llevar por los vientos que engañan mi estado de ánimo. Si no permitiera que los demonios de la tristeza tocaran mis labios. No quiero que la tristeza me detenga en la entrega.

Quiero estar dispuesto a dar la vida siempre con alegría. Merece la pena hacerlo todo por amor. Eso me consuela.

Miro mi vida con ojos de hombre herido. Y con los ojos de Dios en mi alma que iluminan mi camino.

[1] Amadeo Cencini, La hora de Dios

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