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Řaj Vaishnaw | Pexels

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/01/19

Muchas veces son precisamente mis heridas, mis debilidades, mi sufrimiento, los instrumentos más adecuados para servir la vida que se me entrega

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Me gusta acabar el año y mirar hacia atrás. Agradecer por el tiempo transcurrido. A veces, al mirar mi historia, veo cosas que querría cambiar.

Miro mi fragilidad. Sucesos difíciles que me duelen en el alma. Decisiones equivocadas. Páginas llenas de errores. Pasos que me han atado haciéndome esclavo.

Veo mi historia y quiero darle las gracias a Dios. Mi vida no sería mejor si volviera al momento que menos me gusta y cambiara algo. Simplemente sería otra historia, pero no la mía.

Jesús cuenta con mi forma de ser, con mis talentos y defectos. Y cuenta también con mis decisiones, con mis pasos errados, con mis caídas.

También con aquello que ocurrió en mi vida sin responsabilidad alguna. Sucedió y yo quedé herido. No puedo volver al instante previo, ni al día anterior.

No puedo cambiar nada de lo que está escrito. Cada palabra, cada gesto. Todo está grabado para siempre en mi alma y en el corazón de Dios. Yo no sería el que soy si eso no hubiera sucedido. Sería distinto. ¿Sería todo mejor? No lo sé.

Es verdad que no quiero sufrir. Duele tanto el sufrimiento… Creo que, si no hubieran sucedido algunas cosas en mi vida, tal vez hubiera sido todo distinto. Pero a lo mejor lo que sucedió me ha capacitado para vivir de una determinada manera.

El padre José Kentenich fue hijo no deseado, hijo de una madre soltera. Ese hecho marcó su vida para siempre.

Podía él mismo haber querido que nunca hubiera ocurrido. Pero Dios sacó de esa carencia una fuente de vida para muchos.

En ocasiones no son mis talentos y virtudes los que mejor me capacitan para ayudar a otros. Muchas veces son precisamente mis heridas, mis debilidades, mi sufrimiento, los instrumentos más adecuados para servir la vida que se me entrega.

Es curioso. Lo no deseado, lo que me hace sufrir, lo que puedo haber despreciado de mí, llega un momento en el que se me abre un camino de salvación y esperanza.

Mi mayor fuente de dolor, de frustración, se transforma en fuente de vida para mí y para otros. ¿Es eso posible? Yo creo que sí.

Mi mayor dolor, lo que me humilla y avergüenza, me hace más humilde y misericordioso con los demás.

Cuando yo mismo he tocado la fragilidad y la debilidad miro de otra forma a los que dejan ver sus debilidades y falencias. Mi pecado puede ser una fuente de vida. Porque la santidad no consiste en vivir sin pecado.

Leía el otro día: “Hemos hecho del cristianismo la religión del tender al perfeccionismo moral, confundiéndolo con la santidad, como si fuese la única condición para obtener el amor de Dios y sus dones. Pero el único don que Dios podrá concederme no será otro que a sí mismo o bien Amor, perdón y misericordia. Y todo esto podrá dármelo sólo cuando yo me reconozca necesitado de amor, pecador y necesitado”[1].

Mi historia no es perfecta. No estoy limpio de todo pecado. Si rebuscaran en mi pasado encontrarían algún lado oscuro, algo indigno, algo sin mérito. ¿Ya no puedo ser santo? ¿Sólo la pureza en toda mi historia me asegura recibir el amor de Dios? No. Jesús no fue así.

Él vino para hacer plena mi vida allí donde estoy. Contando con mis talentos. Y haciendo de mis heridas una fuente de esperanza para muchos. Dios hace sagrada mi historia utilizándome como su instrumento.

Así lo explica el Padre Kentenich: “En este momento en el que nos hallamos ante un nuevo comienzo, reiteramos lo que solíamos repetir al comienzo de la historia de nuestra Familia: – Tú eres la que lleva a cabo las obras más grandes valiéndote siempre de los más pequeños. Así fue siempre en la historia, así será hoy entre nosotros”[2].

Miro mi historia, miro este año que ha concluido. Un año más en mi historia sagrada. Me fijo no tanto en lo que salió mal, sino en lo que Dios ha hecho con mis errores y caídas. Lo medito todo en mi corazón como hacía María: María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.

Quiero aprender a leer entre líneas, a partir de mis renglones torcidos. Dios construye conmigo. Hace cosas grandes con instrumentos pequeños.

Mi historia sagrada merece la pena. Por eso me detengo y agradezco. Miro con un corazón de niño todo lo vivido.

Doy gracias por lo bueno y por lo malo. No quiero cambiar nada. Quiero aceptarlo todo como un don, como una gracia, aunque haya sufrido al vivirlo.

Le entrego el sufrimiento a Dios. Es la semilla. Es lo que toma en sus manos con alegría. Toda mi vida llena de fragilidad. Pero fecunda porque Él la hace fecunda.

Un año completo lleno de frases perfectas y muchos renglones torcidos. Lleno de logros y de fracasos. De momentos de plenitud y hondos valles de tristezas. Dibujos a medio acabar. Y algunas pequeñas obras de arte.

Pérdidas que me duelen en el alma. Ausencias que marcan un antes y un después. Todo es valioso, todo cuenta.

Lo que pensé que Dios me pedía. Lo que hice sin preguntarle a Dios. Lo que me duele en lo profundo. Lo que alegra mi corazón de niño. Todo importa, todo cuenta.

Le doy gracias a Dios por cada momento. Mi pasado descansa en su misericordia. Un año más de vida, un año más de ser hijo.

He caminado de su mano con el corazón lleno de paz y alegría. Eso es lo que cuenta. Eso es lo que entrego.

[1] Paolo Squizzato, El elogio de la vida imperfecta

[2] J. Kentenich, Conferencias de Sion, 1965

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