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La persona con una armonía sagrada

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 08/12/18

¿Sientes división interior, ruptura? El primer paso consiste en la purificación de las fuerzas instintivas: de la belleza, de la fuerza, de la entrega

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Miro a María en presencia del ángel. María en medio de su vida cotidiana. En medio de su rutina. En su hogar. Junto a la fuente. Veo al ángel que llega para perturbar su paz.

La fiesta de la Inmaculada al comienzo del Adviento prepara el corazón para vivir estos días. El sí de María se hace fuerte en mi propia vida.

De rodillas ante el ángel María se conmueve. Deja de temer al escuchar la voz del ángel que la calma: No temas, María, has hallado gracia ante Dios.

Y María no duda y cree. Parece imposible, pero cree. Su vida se complica de golpe. Y Ella cree. Se alegra porque el Señor está con Ella. Nunca la dejará sola. Siempre caminará a su lado. Es lo único que puede calmar sus miedos. Y llenar su alma de alegría.

Esa mirada de María me conmueve. ¿Ella Madre del Señor? ¿Cómo será eso si no conoce varón? Dios lo sabe todo mejor. Ella confía. Es sólo una niña. Tiene alma de niña inocente.

Tiene la pureza de los niños. Lo ve todo con luz, con esperanza. Esa mirada me impresiona. Decía el padre José Kentenich: “¿Acaso no es imagen de la impecabilidad y de la pureza? Sin mancha de pecado original, sin mancha de pecado alguno, sin mancha de confusión interior, de escisión exterior, de instintos rebeldes[1].

María no tiene pecado. No hay ruptura interior en su alma. En Ella hay una armonía sagrada. Su cuerpo y su alma íntegros le pertenecen a Dios. Sus deseos y sus sueños.

La pureza de su intención, esa que a mí me falta. Me siento roto por dentro. No hago el bien que quiero. Y mi mirada no es pura.

Veo segundas intenciones. Interpreto los comportamientos. Juzgo y condeno con facilidad. Estoy roto y dividido…

Pero no por ser consciente de esa realidad voy a tirar la toalla. No dejo de luchar. María me educa en mi fragilidad para que llegue a ser yo también como Ella un jardín sellado para Dios.

Decía el Padre Kentenich: El primer paso consiste en la purificación de las fuerzas instintivas: de la belleza, de la fuerza, de la entrega. También se podría educar a la juventud tal como se doman fieras. Pero el objetivo de la educación no es domar fieras, sino guiar interiormente al ser humano y sus instintos hacia Dios”[2].

No quiero educarme a mí mismo como si fuera una fiera, con un látigo. Soy consciente de todo lo que me falta por educar.

Sé que María puede hacerme mirar los ideales con alegría. Quiero mirar más alto. Quiero mirar las estrellas.

Veo lo que puede llegar a hacer Dios conmigo. No me conformo. No me acostumbro a ser como soy. Puedo ser mucho mejor. Puedo cambiar.

Miro a la Inmaculada. ¿No tuvo Ella también miedo como yo? Sé que tengo miedo de la vida. Por eso me cuesta el compromiso. Porque no sé si mis elecciones serán las acertadas.

Tengo miedo siempre a equivocarme. A elegir el camino incorrecto. El que no me va a hacer feliz.

María no tenía pecado. Pero tenía que buscar en su interior la luz, como yo, para saber el camino. Ella fue meditándolo todo en su corazón. Tenía alma de niña confiada.

El Padre Kentenich habla de la pureza de los niños: Esa ingenuidad y pureza nos recuerda espontáneamente la belleza, el esplendor y la felicidad del paraíso. ¿No es acaso encantador encontrar un hombre verdaderamente puro, cuyo ser expande el aroma del estar intacto? Es muy hermoso observar la naturaleza, contemplar el bosque, asombrarse ante el cielo estrellado, admirar la majestad del mar, pero no habrá nada más bello que un hombre entregado a Dios. Acostumbrémonos a apreciar la belleza de la persona que pertenece plenamente a Dios. La hermosura que admiramos es la que irradia el alma”[3].

Un alma consagrada a Dios es bella. Tengo el deseo de pertenecer de esa forma a Dios. Para siempre. Como un niño en sus manos.

La pureza, la inocencia, que irradia un niño es la que yo deseo vivir. Aunque tenga pecado anhelo la pureza de María inmaculada.

Algo de esa pureza se me puede pegar al alma al entregarme en sus manos de Madre. Quiere que me eduque y cuide como a su hijo querido. Como a su niño.

Quiere sacar a la luz el niño escondido que hay en mi alma. Así podré marcar el ambiente en el que vivo trayendo el cielo a la tierra.

¿Qué tipo de atmósfera creo a mi alrededor? Una atmósfera de cielo es la que deseo. Una atmósfera en la que se pueda tocar a Dios. Una atmósfera que me impulse a la lucha por los más altos ideales.

Fuera, a la puerta, dejaré todas mis bajas inclinaciones, mis desesperanzas y miedos. La atmósfera que crea María en mi interior es la de la apertura al querer de Dios.

¿Qué desea Dios de mí? Que dé su luz. Que entregue su esperanza. Que regale su alegría. Que mi inocencia sea un jardín sagrado en el que los que me vean puedan encontrarse con Dios.

En el mundo en el que vivo necesito encontrar atmósferas marianas en las que reina su paz y su alegría.

Al pertenecerle por entero a María comienzo a irradiar su luz. La hermosura de mi vida entregada. La fascinación de mi sí confiado. Mi fiat que cambia el mundo en el silencio de mi entrega. En lo más oculto del jardín sagrado de mi alma.

No quiero que el mundo me robe la inocencia. No deseo que la vida que llevo oculte la luz de mi alma. No quiero que las sombras sean más fuertes y la tristeza apague la alegría. No lo quiero.

Miro a María. Si fuera como Ella siempre… entonces sería todo más fácil. Quiero que Ella haga de mí un instrumento dócil en sus manos.

Para eso necesito ser niño en su regazo. Si no me dejo querer, si no soy dócil a su voluntad, Ella no podrá cambiarme por dentro. Porque, así como Dios respetó al máximo su libertad cuando esperó en silencio a la puerta de su alma, así María espera callada a la puerta de mi corazón.

Quiere saber si estoy dispuesto a dejarme educar por Ella. Quiere saber si yo quiero abrir mi alma para que Ella entre. Con sencillez me pongo en sus manos.

[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus

[2] Kentenich Reader Tomo I: Encuentro con el Padre Fundador», de Peter Locher, Jonathan Niehaus

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

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