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¿Has velado alguna vez?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/12/18

En un mundo acelerado que no permite el reposo ni la espera, ¿tiene sentido una presencia que no puede aportar nada productivo?

El Adviento comenzó con una petición de Jesús: “Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre”.

Velar. Ese verbo siempre me inquieta. Me cuesta velar. Me cuesta estar de pie, sin dormirme. Me cuesta cuidar la vida velando en silencio, despierto, sin hacer nada.

Velar. Tiene este verbo algo que trasmite paz. La madre que vela junto a su hijo que duerme. El que ama velando a su amado enfermo.

No hay palabras. Sólo silencio y el corazón que vela esperando a quien ama. Tiene que ver el hecho de velar con la espera. Con la paciencia que tanto me falta. Tiene que ver con aguardar una vida mejor, más plena. Con vivir en una hondura que me falta.

Velar. Sin dormirme en mi comodidad, en mi pasividad. Velar sin que nada me lleve al sueño. Aguantar con los ojos despiertos. Para que no se me escape la vida entre los dedos. Velar con el corazón impaciente, pensando que algo va a suceder, algo bueno.

Me calmo esperando lo que ha de venir. ¿Por qué tengo miedo? Tal vez porque creo que no vendrá. O porque intuyo que tardará demasiado.

“Ven, Señor Jesús, ven, no tardes, inúndame”, canto en estos días esperando su venida. “Maranatha”. Esta expresión sólo aparece una vez en la biblia: “El que no ame al Señor Jesucristo, sea maldito. ¡Maranatha! El Señor viene”1 Corintios, 16: 22. Una invitación al amor que vela, que espera, que aguarda.

Lo que me hace velar es el amor. La hija al pie de la cama de su madre enferma. El padre cuidando a su hijo que duerme cansado. El amante velando a su amada. La vela tiene que ver con el amor. El enamorado velando a Jesús en oración.

El amor tiene como semilla la espera. Aguarda paciente. No conoce la impaciencia. Vivo en una sociedad enferma, como yo mismo. Una sociedad impaciente. Me he acostumbrado a la inmediatez.

Lo quiero todo ahora, ya, en este instante. Sueño con la rapidez. No hay mañana. No hay un después. Todo tiene que ser ahora que es cuando hace falta. En este instante. No quiero esperar. No quiero aguardar.

A veces pienso que no merece la pena la espera. Velar, ¿para qué? Es dura la vida. Mejor que todo sea ahora o mejor que no sea nunca.

Temo que nunca llegue la plenitud. Me exigen que crezca, que madure, que lo haga todo ahora mismo y bien. Me dicen que corre prisa. Y luego pierdo el tiempo en cosas sin importancia.

Corro. No descanso. No me detengo. Quiero hacer cosas. Pero velar parece no merecer la pena. No hay que perder el tiempo. Ni los años de la vida.

Todo pasa rápido y al final, ¿qué sentido tiene vivir sin hacer nada, sólo velando? Un mundo acelerado que no me permite el reposo, ni la espera, ni la vela.

Porque el tiempo es poco. Y velar lleva tiempo de inactividad, de no hacer nada. Sólo aguardar a que pase el mal. A que venza la salud. A que se imponga la vida.

Velar no es productivo. ¿Por qué velar entonces? Porque el amor sabe esperar. Aguarda y acompaña. Velar es eso.

No sólo esperar algo bueno. Velar es estar con el que sufre, sin pretender sanarlo con la mera presencia. Velar es acompañar al que muere. O acompañar al que vive. Es estar en silencio con el que llora.

No hacen falta palabras para velar bien. Me quedo por amor junto a quien amo. Permanezco porque mi amor es fiel y creativo.

Velo junto a Jesús que viene a cambiar mi vida. Pero yo sólo aguardo su venida. En silencio. Nada cambia.

Es como la oración en presente que es un velar tranquilo: “En la oración contemplativa, por el contrario, estos cambios carecen de importancia”[1]. Sin esperar grandes milagros. Sin pretender que la espera sea fecunda.

Simplemente es estar junto a Jesús sin hacer nada. En silencio, callado, aguardando. Como un niño mirando a la luna.

Me gusta esa espera infecunda. Es el amor que no produce nada en apariencia. Es un ejercicio maduro del amor. Una fidelidad sana que me hace más hondo.

En la espera me desprendo de mis prisas, de mis miedos, de mis pretensiones. No produzco nada. No hago nada importante. Simplemente estoy ahí, amando.

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

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