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Recuperar el asombro

SURPRISE

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/12/18

Cuando no sorprende el Adviento, ni la Navidad, ni la vida que nace sin que nadie se alegre... ¿qué hacer?

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No sé si la vida, o yo mismo en mi dejadez, o las circunstancias diversas, han hecho que disminuya mi capacidad para el asombro.

Ya no me asombro con facilidad de lo que sucede cerca de mí. Doy por evidentes cosas que antes me sorprendían.

Quizás he perdido la ingenuidad de los niños, su inocencia más pura. Vivo como si me hubiera relajado.

Tal vez es que he puesto el listón de mis anhelos demasiado bajo y me conformo con cualquier cosa. Lo acepto todo, lo tolero todo. En mi vida, en la vida de los demás.

Sé que perder el asombro, la capacidad de la sorpresa, me debilita. Llego incluso a no alterarme cuando caigo, cuando fallo, cuando peco, cuando abandono. Considero hasta normal el pecado que me hace daño.

Puede ser la experiencia continua de mi pequeñez la que me ha hecho más realista. He visto cómo yo mismo tropiezo y no estoy a la altura. Sabiendo que son muchos los que caen y tropiezan junto a mí. Me acostumbro a la mediocridad.

Recuerdo las palabras del padre José Kentenich: “¡Cuántas limitaciones tiene la Familia! ¿Cómo es mi insignificancia y pequeñez? ¿Mi punto débil? Lo que precisamos son almas heroicas, de amor ardiente, que si quieren se pierden en Dios, en una profunda contemplación. Eso sólo lo puede aquel que recorre el camino de la pequeñez. Sólo entonces Dios atrae las almas hacia arriba. Hay tiempos en la vida en el que el más efectivo alimento del amor es la pequeñez y la miseria”[1].

Sus palabras me animan. Veo mi insignificancia, mi punto débil, y sigo soñando. Me asombra no llegar más lejos. Pero no me conformo.

Me doy cuenta de algo cierto. Si tuviera siempre presente mi debilidad, creo que aumentaría en mí la necesidad de contar más con Dios.

Quiero mirar mi miseria y entregársela a Dios con humildad. Sólo en Él mi vida descansa. Me asombra no ser capaz de llegar más alto. Es lo que me libera.

No me acostumbro al mal que hay en mí. No quiero relajarme y conformarme. Simplemente tomo mi vida en mis manos y la entrego. Acepto mi miseria, la miseria que veo y no me asombra ser débil.

Conozco muy bien el corazón humano. Aumenta mi amor a Dios al verme desvalido y sin fuerzas. Como ese niño que necesita a su padre para seguir luchando.

¿Cómo se llega a las cumbres cuando todo parece tan oscuro? Si no me sube Dios a lo más alto, yo solo no puedo.

Pienso en este tiempo de Adviento como una oportunidad para crecer, para cambiar de vida, para transformarme por dentro.

Es el Adviento un tiempo de asombro. La desproporción entre mi pequeñez y el amor inmenso de Dios me sobrecoge.

Dios ha elegido el camino más incomprensible. En lugar de hacerme a mí poderoso, que es lo que de verdad deseo, se ha hecho Él impotente.

En lugar de quitarme a mí mi pecado y liberarme de todas mis esclavitudes, se ha hecho Él mismo pecado, cargando con mis culpas.

En lugar de hacerme a mí omnisciente, se ha vuelto Él ignorante y necesitado. En lugar de alejar de mí toda cruz, para poder vivir con paz y alegría en el alma, se ha subido Él al madero de la cruz.

¡Qué absurdo me parece a veces el amor! Por amor hace Dios algo innecesario en su apariencia. ¿Cómo me va a salvar un Dios que se hace niño? ¿Cómo va a destruir el mal en su impotencia?

¿Cómo va a convertir el corazón del hombre si no puede llegar a todos con su amor, porque no tiene tiempo? La impotencia de las horas lo limitan.

La pobreza de la carne me desconcierta. Tal vez por la vida que llevo, en la que todo sucede tan rápido, y no hay tiempo que perder.

He perdido la capacidad del asombro aun cuando adoro y contemplo a un niño indefenso en un pesebre sucio y pobre.

¿No me asombra ese Dios vestido de carne tan humana? Creo que ya no me sorprende el Adviento, ni la Navidad, ni la vida que nace sin que nadie se alegre.

La Biblia recoge una oración: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame porque Tú eres mi Dios y Salvador”.

Quiero aprender a mirar con los ojos de ese niño tan inofensivo. Ese niño tan frágil e indefenso que puede morir antes de llegar a ser hombre.

¿Cómo se puede proteger a Dios que se hace carne débil? José y María lo acogen en sus brazos. Se sienten miserables, pequeños y limitados.

¿Cómo van a evitar ellos la muerte temprana de Dios? El hombre no tolera tanto amor derramado en la sangre. El corazón mezquino se rebela ante ese amor inmenso.

Quiero entender los caminos de Dios que son inescrutables. Y quiero asombrarme de la vida preciosa que se me regala. Un Dios que se hace niño. Un pesebre tan humilde como el madero de la cruz. Un Dios impotente que no puede cambiar a todos, sanar a todos, amar a todos.

Puede que al alejarme de Dios haya perdido el asombro. Cuando me acerco todo cambia.

“Cuanto más avanza el hombre hacia el misterio de Dios, más se queda sin palabras. El hombre se envuelve en una fuerza de amor y enmudece de estupor y de asombro”[2].

Quiero avanzar y adentrarme en el corazón de Dios. Allí me quedo sin palabras. Tanto amor por mí. No me merezco el amor que recibo. Estupor. Sorpresa.

Asombro de niño inocente. Así comienzo el Adviento. Dispuesto a reconocer su amor en mi camino. Con ojos grandes. Llenos de asombro.

[1] J. Kentenich, Homilía de Navidad para las Hermanas de María, Schoenstatt, 25 de diciembre de 1940.

[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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