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Un día tras otro… ¿dónde se esconde esa eternidad que sueño?

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BY spixel | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/11/18

Los compromisos de fidelidad se diluyen entre los dedos cuando creía que todo era tan seguro y firme, lo presente no me llena totalmente

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La muerte no es el último escalón. El final no es la muerte sino la vida. No es la oscuridad sino la luz eterna.

Las estrellas se caen. Reina la oscuridad. Pero brilla la llegada de Dios con todo su poder. La batalla no está perdida.

Dios brilla en medio de las tinieblas. Me llena de esperanza saber que estoy hecho para la vida eterna.

Los pasos en esta vida son pocos. No sé si mañana seguiré aquí. Por eso quiero vivir el presente con esperanza.

Me consuela saber que Jesús no me va a dejar nunca y vendrá a buscarme el último día. Yo confío en su poder. El deseo de mi corazón es muy fuerte. El deseo de una vida para siempre junto a Él.

Leía el otro día: “Un fuerte nexo con la esperanza, con la dimensión futura de la vida, con la apertura a las posibilidades que pueden realizarse: en el deseo ya está presente un elemento de posible éxito, de propensión a verse convertido en realidad, y en este campo la esperanza constituye un estímulo en orden a actuar y a tomar la iniciativa”[1]. El deseo de vivir para Dios.

A menudo me confronto con mi fragilidad y pierdo la esperanza. O veo la caducidad del tiempo y temo no llegar nunca a esa vida eterna que tanto deseo. Una felicidad para siempre. Un cielo en el que no haya oscuridad, ni desaliento.

Me gusta la palabra siempre. Sobre todo, cuando tiene que ver con los deseos de mi alma. Quiero ser yo mismo siempre. No quiero perder mi originalidad.

Quiero amar a los que amo siempre. No me gusta pensar que me pueda cansar de amar. Quiero luchar por lo que me atrae siempre. Y no tirar la toalla ante las primeras dificultades en la vida.

Como decía el papa Francisco hablando del matrimonio: “Quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero”[2].

El amor lleva en su seno una semilla de eternidad. El sí que se dan los que se aman quiere ser un sí para siempre.

Es cierto que el siempre entra en confrontación con el punto final que me hace presente la vida caduca que vivo. El amor se desgasta, y el cuerpo, y el espíritu.

¿Dónde se esconde entonces esa eternidad que sueño? Los días caen uno tras otro sin que pueda retenerlos.

Pierdo a los que más amo sin poder conservarlos a mi lado para siempre. La vida que vivo da muchas vueltas y los compromisos de fidelidad se diluyen entre los dedos cuando creía que todo era tan seguro y firme.

Miro las estrellas fijas en el cielo buscando esperanza. La verdad es que no quiero cansarme de alzar la mirada al cielo y correr hacia delante.

Dios me ha hecho de tal forma que lo presente no me llena totalmente. Sigue existiendo en mi interior un vacío que me duele.

¿Eres feliz? Me preguntan. Yo sonrío. ¿Tienes una vida plena? Me lanzan a bocajarro. ¿Amas y eres amado? Y yo me quedo en silencio.

Sí. Soy amado. Amo. Tengo una vida plena. Al menos la quiero tener, la deseo, la sueño. Quiero abrazar el hoy y vestirlo de siempre para que no me canse nunca de la vida que vivo.

¿Es esto lo que soñabas para tu vida? De nuevo sonrío. No sé bien lo que soñaba cuando era más joven. Sólo sé que quería ser libre y amar sin cansarme. Y no llevar una vida burguesa lejos de Dios.

Por eso me gusta lo que vivo. Y además quiero que mi sí de ahora no deje nunca de ser un sí firme, alegre y convencido.

Deseo un sí grabado en roca, un sí para siempre. Un sí impreso a fuego dentro de mi alma. En el fondo de mi corazón vive la esperanza de tocar a Dios, de sentir su abrazo.

Repito con fuerza ese sí que a veces pronunciaré con menos entusiasmo. El sí fiel del hombre en el camino de la vida es el mismo que yo pronuncio con voz de ángel.

Es un sí en el que hay oscuridades que no me dejan ver la eternidad. Y el tiempo no logra hacerlo todo posible, eso lo compruebo.

No quiero vivir con miedo al sentir que el futuro no lo controlo. No lo domino. Desconozco todos los posibles contratiempos que me esperan. Son muchos. Pero no pierdo la alegría.

Cargo la misma cruz de Jesús. En Él quiero vivir alegre, como me dice el P. Kentenich. En las pérdidas, en las ausencias.

“¿No podríamos, deberíamos y sería nuestra obligación, hacer que todas esas fuentes de dolor manen en nosotros como fuentes de alegría? ¡Cuánto dolor, cuánta cruz y sufrimiento nos estará esperando y habremos de soportar! Pero ¿qué es todo eso frente al sufrimiento que debió soportar Cristo a través de la persecución exterior, el asesinato, el homicidio y la muerte? Si quiero tener en plenitud en mí las alegrías de Cristo, debo saborear también las alegrías de la cruz y del sufrimiento”[3].

Recorro su camino. Su misma cruz, su muerte. La oscuridad de días que me turbarán y querrán quitarme la esperanza.

Pero ahí mismo, en la cuna del dolor más hondo, con el corazón desgarrado por la pérdida, quiero pedirle a Dios el don de sonreír.

Siempre hay esperanza. Es lo último que puedo perder en las batallas de la vida. Alzo la mirada y miro al cielo, las estrellas en medio de la noche.

¿Cómo voy a dejar de soñar con lo que aún no poseo plenamente?

[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[2] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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