Sólo tengo que saber vivir con mis sentimientos, aceptarlos y tomar decisiones teniéndolos en cuenta, pero no dejándome atrapar por ellosLas emociones son un don de Dios en el alma. Es lo que me permite vivir la vida con intensidad, en el presente, amando todo lo que Dios me regala.
Pero a veces me asustan, no las controlo. No sé dónde me puede llevar lo que siento. Entonces quiero no sentir, no emocionarme, no apasionarme. Es más seguro. Reprimo, controlo y exijo disciplina a mi alma para no exaltarme.
Hace un tiempo vi una película de ciencia ficción llamada Almas gemelas. En ella se recrea un mundo en el que no hay sentimientos ni emociones. Es el mundo ideal en el que cada uno trabaja con eficiencia porque nada en el alma le perturba.
Lo consiguen desde el nacimiento. Genéticamente logran inhibir todas las emociones desde la gestación. De esta manera uno puede vivir, trabajar, morir, sin llegar a sentir nada.
No sienten emociones negativas como el odio y la ira que pueden perturbar sus decisiones. Pero tampoco tienen emociones tan positivas como el afecto, el cariño, el amor, o la pasión.
La razón de esta búsqueda de un mundo así es el desastre que ha quedado atrás: un mundo de guerras y muertes causadas por el odio y la ira.
Creen que un mundo en paz sólo será posible si se logran suprimir todo tipo de emociones. En este mundo perfecto, sin delitos, sin conflictos, los enfermos son los que sienten, los que se emocionan, los que viven perturbados por sus sentimientos.
Aquellos en los que se manifiestan emociones por algún fallo en el sistema son llamados impuros, están manchados.
Los sentimientos son los síntomas de esa enfermedad que conduce irremediablemente a la guerra y a la destrucción.
Los considerados enfermos son tratados con medicamentos hasta que logran suprimir de nuevo todo tipo de sentimiento.
Esta película me dio qué pensar. Los afectos, las emociones, los deseos, tantas veces complican mi vida.
Me hacen desear lo que no tengo ni me corresponde. Despiertan en mí emociones tan negativas como la rabia, la envidia, el odio, los celos, el desprecio. Esas emociones me pueden llevar a la guerra y a la destrucción.
Sé que no todas las emociones me llevan al mal. Muchas me hacen ser mejor. Entro en confrontación con el mundo que me rodea y me emociono, siento y padezco.
Lo que veo, lo que toco, me hace sentir con intensidad. No quiero negarlo ni reprimirlo.
El otro día leía: “Cuando se niega tener un deseo, este no desaparece en absoluto, sino que encuentra otras maneras más sutiles de manifestarse. Lo mismo puede decirse de las emociones, las cuales, se quiera o no, son fundamentales para la vida. Negar los afectos puede abocar a la paradoja descrita literariamente por Mark Twain en el relato El perro, en el que, por pura diversión, se ata una cacerola al rabo de un perro, el cual, al correr, oye el ruido de la cacerola y, asustado, no deja de correr; pero cuanto más corre, tanto mayor es el ruido. La situación es semejante a la de quien pretende negar su propia esfera afectiva: querría escapar de lo que no es posible huir”[1].
No quiero huir de mis emociones. No quiero reprimir lo que siento. Quiero ponerles nombre a los deseos de mi alma. Y quiero que Dios entre en ellos y me ayude a vivir con paz en mi mundo interior.
Mis emociones forman parte de mi vida, forman parte de mí. No soy una persona sin sentimientos, fría, distante, que camina por la vida sin que nada le afecte. No es así.
Siento mucho, sufro con intensidad, me alegro, me emociono, me conmuevo, tengo miedo, me asusto, lloro y río. Son tantas las emociones que me llenan de vida que no sé describirlas todas.
¿Qué sería de mí si no sintiera, si no me emocionara, si no llorara? Tal vez no merecería la pena vivir la vida.
El mundo despierta en mí todo tipo de sentimientos que no quiero negar. Sólo tengo que saber vivir con ellos, aceptarlos y tomar decisiones teniéndolos en cuenta, pero no dejándome atrapar por ellos. Son parte de mi vida, de mi camino, de mi historia.
A veces tendré que asumir el dolor de la pérdida y seguir amando pese a todo. O reconocer que no puedo seguir la dirección que marcan mis afectos porque he tomado otros caminos distintos.
Y tendré que aprender a calmar la ira, y cambiarla por la paz del alma, cuando sienta que puedo llegar a perder el control.
Y saber que no todo lo que siento ha de gobernar mis pasos. Ese equilibrio imposible en el corazón que siente es el que tanto anhelo.
Tal vez llegue al cielo y encuentre la paz que busco. Mientras camino sólo deseo que Dios ponga algo de orden en mi desorden.
Que calme los impulsos que me hacen herir, dañar, equivocarme. Que siembre paz en mis gestos y decisiones. Es la gracia que le pido a Dios en ese vivir con emociones, con sentimientos, con deseos, sin turbarme.
Las emociones no pueden ser juzgadas moralmente. No son ni buenas ni malas en principio. Sé que, tomadas positivamente, me ayudan a vivir: “La emoción, si es acogida, se convierte, por tanto, en un motivo para actuar”[2].
Una acción respaldada por la emoción adquiere una fuerza y una solidez únicas. Necesito vivir con emociones que me den vida. Si respaldo mis decisiones con el afecto del corazón llegaré más lejos.
La alegría me eleva. Y el sentimiento de tristeza paraliza mis pasos. Quiero cuidar las emociones que me impulsan hacia lo alto y me hacen ser más generoso.
[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad