“Mejor dirigirse a hombres de genio sin fe que a creyentes sin talento”. Esta frase recoge en sí misma todo el pensamiento del sacerdote Marie-Alain Couturier.
Nacido en 1897 en Montbrison (Loire), este hombre de fe volcado en el arte hizo, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, una constatación alarmante.
El arte cristiano se encontraba, según él, en un estado deplorable y reflejaba el espíritu general de la Iglesia católica, en vías de perderse.
Si los siglos pasados habían sabido ofrecer lo mejor para la gloria de Dios, existe la obligación de constatar que la Iglesia ha relegado las cuestiones estéticas a un segundo plano o se dirige a artistas mediocres.
Fortalecido por esta observación, el sacerdote Couturier quiso devolver al espacio de culto su importancia, reconciliando de una vez por todas al genio artístico contemporáneo con el arte cristiano, en la voluntad de volver a estrechar los lazos con la belleza.
Pero ¿cómo iniciar a los fieles y al clero en el arte contemporáneo? La revista L’art Sacré, lanzada en 1935 por Raymond Pichard, fue el punto de partida de esta gran aventura artística.
Retomada en 1937 por el sacerdote Couturier y su hermano dominicano, el sacerdote Régamey, la revista ofreció espacio al arte profano para formar al clero y a los fieles en las obras maestras del tiempo.
Un encuentro decisivo consolidó la intuición: entre el 1940 y el 1945, el sacerdote Couturier viajó por Estados Unidos y se encontró con grandes artistas como Chagall y Dalí.
Sin embargo, su encuentro más bello, que desembocaría en una extraordinaria amistad, fue precisamente con Fernand Léger.
El dominicano fue subyugado por su talento como artista y por la fuerza espiritual que emanaba de sus obras.
Él comprendió entonces que la pintura -tanto figurativa como abstracta- puede llevar dentro de sí una fuerza espiritual casi religiosa.
Léger, quien también estaba entusiasmado por el encuentro con Couturier, estaba listo para seguirlo a París para trabajar con él.
El contexto, además, era propicio: después de la guerra, Francia que padeció numerosos daños, necesitaba nuevas iglesias.
El primer proyecto importante que hubiera hecho creíble la obra de Alain Couturier hubiera sido la iglesia de Notre-Dame-de-Toute-Grâce en el altiplano de Assy.
Construida en 1937 por el canónigo Dévemy, deseoso de ofrecer a los enfermos de la clínica psiquiátrica un lugar propicio para el recogimiento, la iglesia de Assy se convertiría en el símbolo de la compatibilidad entre el arte contemporáneo y el arte cristiano.
El sacerdote Dévemy, además, era sensible al arte. Cuando fue a París para encontrarse con su amigo, el sacerdote Couturier, que lo había invitado a una exposición, quedó impactado por una vidriera realizada por Georges Rouault, que representa el rostro de Cristo durante la Pasión.
“Por casualidad, la vidriera trababa perfectamente en una de las ventanas de la iglesia de Assy”, dijo.
A Léger, que había ido a París con Couturier, se le propuso realizar la decoración del gran muro de la fachada.
La obra, completamente realizada en mosaico, representa las Letanías de la Virgen en una fusión de colores.
Así, declaró con emoción Maurice Novarina, el arquitecto de la iglesia de Assy, durante una conferencia en la Academia de las Bellas Artes en 1996:
Cuando una buena mañana Léger llegó al terraplén frente a su obra magistral apenas terminada, estaba a su lado y lo sostenía por el brazo. De repente, lo sentí vacilar y me agarró fuertemente la mano. Su emoción era grande, tenía lágrimas en los ojos. Ese hombre de aspecto rudo como una roca era de una gran sensibilidad. Me permití decirle: “Maestro, usted ha sido tocado por la Gracia“. Un poco arisco y lleno de pudor, se inclinó hacia mí y me dijo algunas palabras conmovedoras. La luz estaba en él.