No hay peor destino que tener que convivir con los trozos y desgarros de la propia intimidad, junto al resentimiento de los seres cuyo amor defraudamos. Como nos los comparten en esta historia de vida.
Mi amigo y yo, ambos estudiantes de leyes, estuvmos muy unidos en nuestros tiempos universitarios, mas ya en el ejercicio de la profesión radicamos en distintas ciudades, por lo que el contacto fue siendo cada vez menor.
Él logró un alto nivel de vida económico, de eso hablaban las fotos que me enviaba, en las que lamentablemente aparecía al principio con su primera esposa, luego con la segunda, y finalmente con la tercera, de apariencia cada vez más joven, mientras que él posaba “sonriente y satisfecho”.
Yo simplemente le participaba mi modesta vida profesional y mi feliz matrimonio con el primer y gran amor de mi vida. Luego, mi amigo cambió de número telefónico y ya no se comunicó conmigo durante bastantes años.
Un día, sorpresivamente, me habló diciéndome que quería charlar conmigo, a lo que accedí gustoso. Cuando llegó me conmovió su apariencia avejentada y deprimida.
Me contó de su vida. Vivía solo después de su tercer divorcio y había tenido dos hijos, de los cuales uno estaba por contraer matrimonio y deseaba aconsejarlo, aun cuando tuviera que hacerlo desde la perspectiva de sus propios errores.
—Qué ironías de la vida —me dijo—, yo que me ufané siempre de ser un buen negociador en demandas judiciales y un experto en los términos, terminé estafándome a mí mismo en lo más importante, y quisiera saber explicárselo a mi hijo, mas no sé cómo hacerlo.
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