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¿La pereza me está neutralizando?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/07/18

Temo que se haya convertido en hábito, no quiero esa desidia transformada en forma de vida

Dicen que la pereza es el peso que me tira por tierra en ese espacio en el que me muevo entre el deseo de hacer algo y su realización.

Me detengo ante ese muro infranqueable que me impide vislumbrar hacia donde estoy caminando.

Es la ceguera que no me permite ver la catedral que estoy construyendo cuando aparentemente sólo estoy cargando piedras.

Es la pereza una fuerza irresistible que me lleva a caer muy bajo en una pobre inactividad. Es como una parálisis que arruina todos mis deseos de seguir luchando.

Dicen que hay un momento en la carrera de larga duración en el que todo tiembla. Las fuerzas flaquean, dudo y no me creo capaz de llegar a la meta.

Son esos momentos en los que creo que el partido está perdido, aunque yo vaya ganando. Es el desánimo que me hace tirar la toalla antes de tiempo, o dejar de correr creyendo que ya he perdido, aunque aún quede tiempo para luchar por la victoria.

No sé si es un gen, o un don natural, o una gracia divina, lo que me permite seguir luchando a pesar del desánimo, en medio de la noche, al borde del precipicio.

Venciendo la pereza y la acedía que podrían acabar con todos mis sueños y echar por tierra mis ilusiones.

Comentaba un entrenador de fútbol: “No ganan siempre los buenos, ganan los que luchan. Como en las grandes batallas, a veces no gana el mejor, sino el que está más convencido”.

Pero a veces me levanto y siento que me puedo comer el mundo sin apenas esfuerzo. Otras veces es tan pesada la roca que tengo que mover que prefiero quedarme quieto sin hacer nada.

Entre el comienzo del deseo y la satisfacción de haber llegado a la meta existe un largo camino que a veces me cuesta recorrer.

Comienza con un trote ligero cuando parezco dispuesto a llegar lo más lejos posible. Pero a menudo me encuentro caminando despacio a mitad de la carrera.

No sé cómo se hace para no perder nunca de vista la meta que deseo, la cima de la montaña, el sueño que he cuidado en el alma.

No sé cómo no distraerme viendo otros paisajes atractivos junto a mi camino. Lugares de descanso, espacios de paraíso, mares, ríos y verdes valles. Mientras que el esfuerzo y el sacrificio van socavando mi ánimo.

Me gustaría tener el premio sin haber tenido que jugar, lograr llegar a la meta sin haber corrido en exceso. Obtener la flor que nace más alta sin haber tenido que trepar las alturas.

Es un deseo insano e inmaduro que a veces me lleva a la pereza. Temo que se haya convertido en hábito. No quiero esa desidia transformada en forma de vida. No quiero ser así, me lo repito.

Decido levantarme cada mañana con una ilusión nueva, haciendo lo de siempre, de una manera diferente.

Tal vez puedo inventarme planes nuevos, dejar de hacer algunas cosas de las que hacía siempre, sólo por cambiar algo.

Podría inventarme nuevos retos casi inalcanzables pensando que sería capaz de tocarlos algún día si me dejara llevar por la fuerza del viento.

Tal vez podría incluso modificar en algo las metas que sueño, los finales que imagino. Ese ideal que sembró Dios un día en lo más profundo de mi alma.

Veo que me visita a veces el demonio del mediodía, como así lo llaman algunos, seduciéndome para caer en la pereza y el desánimo.

Suele llegar a esa edad en la que la vida ya no es sólo futuro sino un presente inmediato cargado de pasado.

Y al mirar hacia delante, surge la ansiedad. Puedo pensar que he realizado mucho más de lo que soñaba cuando era joven. O puedo pensar que me pesa demasiado lo que vivo y me agobia por no haber conseguido todo lo que esperaba.

En cualquier caso me muevo en la eterna duda: puedo cambiar las cosas y hacerlas de forma diferente, o puedo dejarlas como están y seguir caminando.

Puedo mejorar algunas, o puedo romper con otras porque no todo tiene que ser siempre igual. Puedo dejar el camino que sigo y empezar otro, demasiado drástico.

Haga lo que haga creo que lo importante es que deje que Dios entre en mi vida, entre los muros de mi alma.

Que Dios barra el polvo de mi pereza y ponga en orden lo que no está en orden y comience en mí una obra nueva. Él sí que puede hacer que cambien las cosas en mí. Lo tengo claro, yo solo no puedo cambiarlas.

Comenta el padre José Kentenich: “La prueba de la autenticidad del amor ha de consistir en una seria santificación de sí mismo, en una enérgica educación de sí mismo al servicio de la Santísima Virgen y del apostolado: – Les pido esa santificación. Es la coraza que han de ponerse, la espada con la cual luchar por sus deseos”[1].

Sólo me queda por reconocer que la mayor parte de las cosas que tengo y que hago no van a cambiar nunca.

Soy el que soy y miro con nostalgia la imagen que sueño de mí mismo. Conozco ese peso de mi alma cuando cae en la pereza.

Tengo que aceptar que tal vez me acompañe siempre como parte de la cruz sagrada el peso de mi vida. Eso lo entiendo, lo acepto y lo quiero.

Pero no tiro la toalla y sigo recorriendo los caminos que tengo ante mis ojos. “Es erróneo que un luchador de Dios aquí en la tierra se deje abatir por las dificultades. Las dificultades deben ser para nosotros una tarea”[2].

No me desanimo. No dejo de luchar y de aspirar a ser santo, a ser de Dios, a ser más niño. Sigo luchando por mis deseos.

[1]Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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