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¿Seguros y protecciones? Si te envía Jesús no los busques

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/07/18

El mayor peligro de la Iglesia es siempre su poder y mi mayor peligro es creer que tengo derecho a algo

Jesús envía a los suyos a la misión sin nada que les dé seguridad:

“Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”.

Les dice que vayan sin muchas cosas, como Él. Sin túnica de repuesto, sin demasiadas previsiones. Abiertos a recibir, vacíos para llenarse de lo que otros les den. Pobres. Libres. Alegres. Como Jesús.

Me gusta pensar que Jesús me manda a la misión sin nada. Sólo con la fuerza de su Espíritu. Al mismo tiempo me sobrecoge.

Me cuesta ir sin seguros, sin medios humanos que me den protección.

A menudo me veo tan desprovisto de capacidades en medio de este mundo tan competitivo… Me veo frágil, indefenso, inculto, inmaduro. Y pienso que me faltan tantas cosas para poder cambiar el mundo. Ese mundo que sé que puede ser mucho mejor.

¿Qué puedo hacer yo para cambiar algo?

Al escuchar estas palabras de Jesús algo de paz llega a mi alma. Jesús sólo quiere que vaya donde Él me pide. No me exige llevar dos capas, ni dinero, ni medios humanos.

A menudo creo que el poder de la Iglesia es material. Son sus obras y posesiones las que cuentan. Son las capacidades intelectuales de los que defienden la fe las que tienen peso. Su fuerza y su entrega. El dinero y la influencia.

Se me olvida que la Iglesia nace en lo alto de un madero. Pende entre el cielo y la tierra de una cruz bendita.

No nace en el éxito de una batalla ni en la conquista de una meta inalcanzable. Nace del costado abierto de Jesús, de la sangre y del agua. Nace de un Jesús pobre, desprovisto de todo, vacío, impotente.

Me conmueve pensar que Jesús manda a los discípulos por los caminos sin nada. Para que aprendan a confiar en Él. Para que no corran el peligro de refugiarse en su poder. Para que no tengan tentaciones muy humanas.

Sé que el mayor peligro de la Iglesia es siempre su poder. Y mi mayor peligro es creer que tengo derecho a algo. Es pensar que soy yo con mis dones y talentos el que consigue que el reino de Cristo se haga presente en la tierra. Es caer en la tentación del prestigio y el reconocimiento.

Me da miedo esa tentación mía de querer buscar las seguridades humanas. Pero sé al mismo tiempo que me da mucho miedo ir sin nada por la vida. Sin seguros, sin posesiones.

Esa forma de vivir supone confiar plenamente en el poder de Dios. Y no está hecho mi corazón para la confianza.

Desconfío de ese Dios que aparentemente se esconde debajo de la rutina. Que parece no estar allí donde aparentemente no hay nada. Pero está de verdad esperándome.

Siento que Jesús me pide que rompa hoy las amarras y confíe. Que me deje llevar lejos de mis seguridades por sus manos llagadas. Esa confianza es la que me capacita para la misión. Aunque no tenga nada sobre lo que apoyarme. Salvo el entusiasmo por haber sido enviado.

Dice el padre José Kentenich:

“Lo que dice san Pablo sobre su misión de apóstol deberíamos poder decirlo también de nuestra misión de cristianos y sacerdotes. Los primeros cristianos estaban tan entusiasmados por su misión y convencidos de ella que, a pesar de su escaso número, se animaban a decir: – Somos el alma del mundo. Lamentablemente la cristiandad actual ha perdido en gran medida esta victoriosa fe en la misión. De ahí que haya tanto cansancio, tristeza, parálisis[1].

¿Soy yo el alma del mundo? ¿Estoy cambiando el mundo?

No se cambia el mundo a base de decretos. De golpes de efecto. El poder que da el mundo no puede cambiar el mundo. Es imposible.

El que tiene el poder quiere retenerlo. Y necesita que el mundo no cambie. El que ha llegado a la cima del reconocimiento sólo puede empezar a caer.

Para evitarlo tendrá que sujetarse con todas sus fuerzas para no perder la vida. Tendrá incluso que renunciar a sus principios, transar, llegar a acuerdos y alianzas para no perder.

En ese momento ya no le importará tanto cambiar el mundo. Justificará la defensa de su poder para estar tranquilo en su conciencia. Dará más valor al mundo y no querrá cambiar el lugar en el que se encuentra y le da seguridad.

Me gusta la invitación que me hace Jesús a dejarlo todo. No quiero cambiar el mundo con mis medios humanos.

Jesús quiere que me ponga en sus manos. Que lo deje todo a un lado para seguir sus pasos. Y confiar. Sin seguros. Sin poder.

Comenta el siquiatra Enrique Rojas: “La felicidad en el mundo actual, para muchos queda reducida a bienestar, seguridad, nivel de vida o posición económica. La felicidad consiste en hacer algo que merezca la pena con la propia vida”.

La felicidad no consiste en retener una posición de poder desde la que cambiar a los demás. Ese lugar no me da la felicidad.

Quiero hacer algo que merezca la pena con mi vida. Cambiar el mundo cambiando yo como paso previo. Es el camino de la felicidad a través del despojo. Porque me haré libre y no tendré nada que defender.

[1]Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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