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¿Es posible vivir un amor totalmente desinteresado?

MANO, RAGAZZA, AIUTO

Rémi Walle | Unsplash

Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/07/18

Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don

Hay personas que aman con condiciones. Siempre esperan una respuesta, un signo, una señal. Esperan que no les fallen. Tal vez dudan de la fidelidad y de la sinceridad de la entrega. Su amor es condicionado, no es incondicional.

Esas personas algún día encontrarán que les fallan. Les dolerá. Lloverá sobre mojado. Lamentarán su mala suerte. O la injusticia de este mundo injusto.

Dirán que lo demás no estuvieron a la altura esperada. Que no superaron la nota exigida. Que no supieron quererlas como ellas necesitaban. Esas personas siempre encontrarán un pero al amor recibido. Rastrearán el error en la entrega.

Puedo caer yo en la tentación de vivir la vida así. Esperando, exigiendo, aguardando el fallo de los que fallan.

Puedo ser yo un amante condicionado. Mi amor depende de lo que recibo. No lo aguanta todo, no lo soporta todo, no lo tolera todo. Me da miedo ser así. Y sé que puedo llegar a serlo si no cambio la mirada.

También sé que a mí, como a otros, me puede pasar que viva intentando satisfacer siempre todas las exigencias del amor condicionado. Sabiendo en el fondo del alma que algún día fallaré. Entonces podrán decir con razón que no he estado a la altura.

No me da miedo fallar, más bien me preocupa esa actitud de alma que es más común de la que creo. El que así ama, lo creo sinceramente, nunca va a ser feliz. Nunca encontrará a alguien que lo ame de forma perfecta.

Descubrirá carencias, límites y torpezas en el que le ama. Se enervará y dejará de amar ante el más mínimo fallo. Creyéndose justificado en su desamor, porque le han fallado.

Me preocupa más al pensar en ellos, porque no van a ser plenos. Tal vez van a conseguir lo contrario de lo que buscan. Que nadie sepa quererlos.

Me da miedo ser yo así a veces y exigir a los demás que me den lo que espero, lo que creo merecerme. Ni más ni menos. Bueno, si es más a lo mejor no me quejo.

Me da miedo ser yo un medidor, un controlador, un exigente. Siempre con la vara de medir en la mano tratando de ver si los demás dan la talla esperada.

No quiero vivir pendiente de lo que el otro da en lugar de ser yo el que da sin reservas. Más aún en el amor conyugal en el que no funciona nada al cincuenta por ciento.

El amor que me salva es el que no espera nada de mí y recibe agradecido todo lo que le entrego. Ese amor incondicional, que siempre espera, siempre cree, y siempre admira, es el que me salva de mis medidas mezquinas.

Creo que puedo ser yo tan exigente como ellos. Y sin decirlo espero un amor incondicional cuando el mío está condicionado.

Mido, exijo, cálculo, pido, espero y digo que soy generoso pero voy llevando cuentas del bien y del mal, en la libreta del alma. Al fin y al cabo lo que lo cambia todo es la actitud ante la vida.

El otro día leí la distinción que el sicólogo Adam Grant hace entre varios tipos de personas en sus relaciones personales. Diferencia entre los llamados takers, givers y matcher.

En la vida tengo tres opciones.

Los giversson una rara especie. Prefieren dar antes que recibir”, comenta Adam Grant. El dador vive focalizado en lo que el otro necesita, no en lo que él quiere obtener.

Las personas más valoradas en el campo laboral son las que ven así la vida.

Yo puedo ser alguien que da sin esperar recibir nada a cambio. Me parece difícil, un sueño, un anhelo. Miro mi corazón y veo intenciones mezcladas.

Veo que tengo mucho de los takers que dan de forma estratégica. Porque les beneficia. A los takers “les gusta más recibir que dar. Ponen sus intereses antes que los de los otros”.

No quiero ser así, pero me encuentro actuando así en la vida. Mi ego, mi interés, mi sueño, por encima del resto. A veces veo que prefiero recibir sin tener que dar.

La tercera forma de actuar es la de los matcher. Ellos luchan por conseguir un equilibrio perfecto entre dar y recibir. Buscan la reciprocidad en la entrega. Sus relaciones se basan en un intercambio justo de favores. Ni más ni menos. Esa forma de mirar la vida me vuelve egoísta y autorreferente.

Tengo claro que los que triunfan, aquellos a los que les va bien en el amor, los que logran cuidar relaciones más sanas y profundas, son los que dan sin esperar nada.

Son los dadores. Los que aman de forma incondicional. Son una rara especie, es verdad. Pero es el ideal que persigo.

Jesús era así y me ha señalado el camino. Y los santos a los que admiro han sido así. No llevan cuenta del mal que reciben, ni del bien que dejan de percibir. No hablan de injusticias y no se quejan. No se sienten heridos ante el más mínimo desprecio.

Han puesto su mirada en la necesidad del que está a su lado. Y eso los salva, los sana y hace que sean felices.

Quiero ser así. Quiero que Dios me haga dador. Que aumente mi generosidad. Que cambie mi mirada. No es tan sencillo pero es lo que desea mi alma herida.

Un milagro que me cambie por dentro. Una forma de amar que se afiance en mi corazón. Una entrega que no mida. Una generosidad que no busque siempre recibir a cambio.

Es verdad lo que comenta el papa Francisco: “El hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don[1].

Necesito ser amado para amar bien. Haber recibido antes para poder dar. Sé también que nunca tendré intenciones puras. Habrá una mezcla de intenciones. Algunas buenas. Otras no tanto, más egoístas.

Lo importante no es lograr esa pureza santa que tenían sólo Jesús y María. Yo tengo pecado original. Y en mi confusión de intenciones quiero que predominen en mí las que hablan de generosidad y entrega, sin esperar nada como contrapartida.

[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

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