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¿Para lograr la igualdad hay que empobrecerse?

CHARITY

Adtapon Duangnim - Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/07/18

Compartir complica pero no hacerlo es peor

Jesús se adapta al corazón de cada uno. Según cada uno. Eso es lo que hizo en vida y lo que hace conmigo. Con todos. Recorre mi alma según mis caminos. Según mi sed y mi necesidad.

Alguien necesita su compasión, su misericordia y Jesús no lo piensa. Me conmueve.

Yo suelo poner excusas antes de ponerme en camino. Busco que alguien actúe en mi lugar. Me resulta difícil salir de mí, actuar, curar, sanar. Salir de mí para acercarme a otros. Alguien necesita la ayuda de Jesús y Él no duda.

San Pablo habla de la generosidad: “Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad. Nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad. Es lo que dice la Escritura: – Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba”.

Me gustaría ser más generoso. No pensar tanto en mí. Yo soy mi centro, la persona más importante de mi vida.

Me gustaría ser como Jesús que se empobrece para darme vida. Se niega a sí mismo para afirmarme a mí.

Yo me detengo al pensar en el dolor que me causa ser generoso. No me gusta empobrecerme para enriquecer a otros. Me da miedo esa generosidad que se pone en camino. Busco mi bien.

Pienso sólo en mí. Más que en ninguna persona enferma. Me cuesta ver que ellas son las personas más importantes de mi agenda.

Yo pongo pegas, soy reticente, evito al desconocido. No quiero que vengan a comer en mi mesa los que son distintos, los que no piensan como yo.

Soy generoso sólo con los míos. No con los extraños. Esa generosidad que me pide Jesús me parece excesiva. Me pide dar de lo mío para igualar, para que otros, que no tienen nada, tengan.

Y yo vivo con miedo, molesto, inquieto. Me da miedo perder lo que tengo, vivir con menos, más expuesto, más exigido, al límite.

Me da miedo la pobreza que aprieta el alma. Me da miedo no tener para que otros tengan. Ese acto de Jesús empobreciéndose por amor me parece hasta excesivo.

Leía el otro día que la Iglesia puede perder la generosidad y la pasión por dar la vida por Cristo: “Se reduce la capacidad de acogida del corazón; se debilitan la afectividad y la voluntad, lo cual se traduce en falta de pasión por el bien. En la pérdida de ímpetu para la entrega a Dios total y sin reservas, y en la incapacidad de ´perderse´ generosamente en el mundo y exigencias de la fe. La religiosidad es considerada como un seguro para el cielo; pierde más y más el carácter de audacia que impulsa y arrastra”[1].

Cuando eso ocurre mi fe se debilita. Pierdo la pasión y las ganas de dar la vida, de darlo todo. Me vuelvo mezquino y avaricioso.

Pienso sólo en mí, en los míos, en los cercanos. Y me alejo de los diferentes, de los distintos. Construyo muros en lugar de puentes.

No creo en la solidaridad porque he perdido la confianza. No encuentro a personas fiables que me hagan pensar que mi dinero, mis bienes, van a traer la igualdad a otros.

Tiendo a dividir, a distanciarme de los que no son como yo y sólo pueden crearme problemas. No quiero que me molesten. Me aíslo de los invasivos. Cierro la puerta de mi alma, de mi vida y me alejo de los molestos.

Esa actitud ante la vida me resulta perjudicial. Acentúo tanto lo propio, lo mío, lo original que no tolero a los distintos. Tengo tanto miedo de no tener para mí que no quiero compartir nada de lo que tengo.

Y hoy Jesús me invita a ser generoso. Me pide que cambie mis planes por atender al que necesita mi ayuda. Primero con una hija de un hombre a la que no conozco. Después con una mujer oculta en la muchedumbre que simplemente se atreve a tocar mi manto.

Detiene mis pasos. Rompe mis planes, mis horarios. De camino, Jesús se detiene ante cualquiera. ¡Cuánto me cuesta a mí perder mi tiempo cuando voy a hacer algo que me parece importante, prioritario!

Jesús me enseña tanto… Me gusta esa mirada de Jesús que va buscando por la vida quién necesita su ayuda. No tiene miedo de perder el tiempo. Siempre está abierto a la novedad, a la necesidad.

Su generosidad es inmensa. Esa entrega total por amor es la que yo deseo. Romper mis planes para socorrer al que me necesita. Partir mi capa con el que nada tiene. Ir al encuentro del desvalido que no ha tenido mis ventajas a la hora de nacer.

Y yo me creo mejor sólo porque he tenido más suerte. Me da mucho miedo aislarme y convertirme en alguien inaccesible. Alguien al que nadie puede tocar.

Me gusta mostrarme débil, accesible, vulnerable. Necesito el amor y el cariño de las personas. Necesito su ayuda.

Cuando dejo ver mi desvalimiento me acerco al que más sufre. Me dejo ayudar mientras ayudo al que necesita ayuda.

Es lo que más enaltece. Saber que puedo ser útil en el camino. Yo puedo sanar la necesidad del que va conmigo.

Jesús en su reacción me enseña un camino muy concreto de dar la vida. Siempre decir sí. No sé si siempre estoy disponible para ponerme en camino. Me gustaría tener el sí siempre en mi boca, en mi corazón. Me gustaría vivir siempre desinstalado, libre.

[1] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

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