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Cómo sonreír ante la imperfección en lugar de desesperarse

PRUDENCE

7. Ser recio en el callar.

Si lo que vas a decir de una persona no es positivo, no lo digas: habla solo si es un deber de justicia y para que se conozca la verdad. Ser discreto es una virtud que vale más que los diamantes en tiempos de redes sociales.

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/06/18
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¿Te pasas el día lamentando defectos propios y ajenos?

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Me gustan las perfectas imperfecciones de aquellos a los que amo. O al menos creo que así debería ser.

Sé que “el amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado”[1]. Mantengo esta afirmación en el alma como un ideal, como un sueño.

Quiero aprender a amar las imperfecciones de los que me rodean, y las propias. Sé muy bien que mi corazón busca lo perfecto, lo que no tiene mancha ni defecto.

Me subyuga lo sublime y caigo enamorado ante lo eterno reflejado en las cosas y en las personas. Un paisaje maravilloso. Una vida íntegra que mueve mi alma a ser más generosa.

Me cuestan por lo general los defectos ajenos. Creo que tiene que ver más con mis expectativas. Exijo más de lo que pueden darme. Yo los llamo defectos. Pero tal vez son sólo expresión de los límites de la carne, de mi mortalidad.

Descubro que quiero cambiar continuamente lo que los demás hacen mal. Descubro defectos en su amor, en su entrega, en su vida. Me cuesta mucho aceptarlos con un corazón generoso.

Comenta el Papa Francisco: Es más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que pase[2].

Aceptar los defectos propios y los ajenos es el verdadero reto de esta vida. Aprender a convivir con la imperfección sin desesperarme.

La imperfección en mí y en el que está a mi lado puede llegar a ser muy molesta. Me cuesta mirar así la vida, con paz en el alma, sin exigir lo imposible.

Es importante aprender a mirar los defectos como una ayuda para crecer en el amor, en la entrega. Para crecer en la paciencia y en la generosidad.

Leía el otro día: “Excusemos los defectos de los demás. También a nosotros muchas más personas de las que pensamos nos excusan nuestros defectos. Es una realidad aunque en temporadas podamos dudarlo. Pensemos en lo bueno a nuestro alrededor”[3].

Los defectos propios los tolero con dolor. Me gustaría hacerlo todo bien, ser perfecto. Aceptarme limitado es el gran desafío. Además los defectos ajenos me impacientan y los rechazo. Quiero cambiar a todo el mundo. Pero sé que no es el camino.

Los defectos son sólo una parte de mi persona y una parte de aquellos a los que amo. Lo que pasa es que con el tiempo puedo cansarme y quedarme sólo con sus fallos, sus carencias, sus límites.

“Si un día pudimos soportar los defectos que hoy no soportamos, es simplemente porque algo ha cambiado en nosotros, que nos hace peores amantes. Que los defectos de alguien a quien amamos se conviertan en un serio problema, depende más de nuestra capacidad de sobrellevarlos y darles un sentido nuevo que de los defectos en sí. La balanza donde sopesamos la importancia de sus defectos y nuestro aguante, depende sólo de nosotros: es nuestra”[4].

Los defectos me confrontan con mis límites. Siempre quiero más y siempre espero más. El hecho de no ser capaz de tolerar los defectos ajenos habla de mis propios límites.

No lo aguanto todo, no lo tolero todo, no lo acepto todo. Veo con más claridad que es una carencia mía, un defecto. No soy capaz de ver más allá de lo que me molesta e incomoda.

Son mis expectativas y exigencias las que me limitan. Me detengo en lo que no me gusta y de ahí no salgo.

Me frustra porque siempre anhelo la perfección. Mi impaciencia habla mal de mí. Tal vez es que no me quiero tanto y no acabo de querer mis defectos, mis límites, mis torpezas.

Mi autoestima no depende de hacerlo todo bien. Ni de ser querido siempre y por todos. Eso no es real.

Se trata más bien de sentirme profundamente amado en mi vida por algunos, no por todos, cuando no lo hago todo bien. Esa experiencia de un amor inmerecido es la que me salva. Sé muy bien que cuando no merezca ser amado, será cuando más lo necesite.

Mi autoestima me la da Dios. Es la mirada de Jesús la que permite que me quiera como soy, la que me acepta siempre, me enaltece siempre y me admira siempre.

La podré encontrar en la oración, al sentir su abrazo en lo más profundo del alma. La podré tocar en la mirada de los hombres cuando me aceptan como soy y me quieren en mis límites.

No lamentan continuamente mis errores y no critican continuamente mis incapacidades. No me tratan de acuerdo a mis límites. Sino que ven en mí todo lo que puedo llegar a ser si soy dócil y me dejo hacer por Dios. Esa experiencia me sostiene.

Quiero aprender a besar las imperfecciones que me incomodan. En mí, en los otros. Aprender a amar los defectos en aquellos que no me aman como a mí me gustaría.

Tolerar, cargar, aceptar, soportar, llevar. Todos estos verbos me hablan de un cierto esfuerzo de mi alma por aceptar la vida como es, imperfecta.

Siempre me va a costar aceptar lo que no me gusta. No importa. Sé que me duele. Sigo luchando por ser mejor. Quisiera tener un corazón más libre, más grande, más de niño. Para tolerarlo todo con una sonrisa.

 

[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[2] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[3] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

[4] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

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