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13. <b>Aprender a reírte de ti mismo</b><p> No pierdas un amigo por querer tener la razón. La razón no debe estar por encima del bien, de la amistad y de la generosidad.

Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/06/18

Renunciar: Para dar vida tengo que morir

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El Reino de Dios se parece a una semilla que crece bajo la tierra y da fruto:

“El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”.

El reino de Dios. La presencia de Cristo entre los hombres. Su amor misericordioso. Su protección constante hasta el último día de mi vida. Ese reino de Dios que me cuesta ver cuando el mal tiene más voz, grita más fuerte, es más visible.

Tal vez por eso me gusta la imagen del crecimiento en la noche. Cuando el corazón no lo percibe y duerme. Ni mis ojos alertas lo descubren. Ni mis ojos dormidos.

Es esa semilla que crece, muere y da vida. Crece sin que yo me dé cuenta, sin que yo tenga que hacer nada.

Pienso en el agricultor que duerme dejando su campo al caer la tarde. Trabaja durante el día. Descansa cada noche. Y su trabajo sigue dando fruto cuando él ya duerme.

No puede acelerar los tiempos. No depende de él. Es así de sencillo. Él hace lo que puede hacer. Trabaja la tierra, ara, cava, siembra, riega. Y espera. Necesita cuidar la paciencia.

El corazón paciente y la mirada alzada al cielo. La confianza y el abandono en las manos de Dios que es quien construye mi vida.

Como el agricultor yo tampoco me desanimo: “Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe”.

Miro al cielo y confío en la llegada de la lluvia y del sol. Cuando sea necesario. Y la semilla enterrada bajo tierra morirá y dará paso a las raíces, al tallo, a las hojas, al fruto. Así es el reino de Dios. Crece en la paz de la noche.

A mi alrededor parece tener más fuerza el mal que grita y reclama mi atención. Me impresiona más el dolor, el daño causado por el odio. La injusticia.

Hace más ruido la violencia que me desespera. Provoca más estupor el árbol que cae en medio del silencio. Y los hombres que hacen leña del árbol caído. Me conmueve más la traición descubierta, la corrupción desvelada, el desierto que todo lo seca y mata.

Pero la semilla que crece sin que nadie la vea me resulta desconcertante. Una semilla pequeña que da vida mientras muere.

Esa paradoja no la acabo de entender. ¿No podía seguir viva la semilla mientras da vida? ¿Cómo puede despertar vida la muerte?

Así es el reino de Dios. Algo muere para que surja la vida. Algo en mí muere para que el reino se haga presente en mi corazón.

No me gusta el color oscuro de la muerte. Aunque con la muerte brote la vida. Me falta fe en su poder oculto. Me asusta el dolor.

¿Cuánto tengo que morir para dar vida? ¿Basta con morir sólo un poco? Morir a mis sueños, a mis planes, a mis deseos. Morir a lo que no he elegido, a lo que he dejado pasar.

Morir a lo que no tengo y me gustaría tener. Morir mientras anhelo la vida y deseo la fecundidad. Morir en el fracaso, o en la derrota. Morir cuando mi deseo es vivir para siempre.

¿Cuándo entenderé el poder de mis renuncias? ¿Cuándo me daré cuenta de que yo no soy el importante en mi vida?

Pero al mirar lo que hago, lo que digo, lo que creo, veo que no es cierto. No consigo desprenderme de ese egoísmo que me rompe por dentro.

Quiero estar yo bien. Quiero tener vida. No quiero morir, renunciar, ceder, dar, entregar. Tal vez por eso me gusta la imagen de la semilla que muere bajo tierra sin que me duela el alma. ¿Es así? No sé, creo que no tanto.

Para dar vida tengo que morir, aunque duela. Tengo que dar, aunque me exija. Tengo que entregarme por entero, aunque deteste dejar de ser yo el centro.

Me gusta también la imagen del silencio de la noche. Quizás porque me he acostumbrado a los ruidos. Y me creo que en el silencio no sucede nada. Me equivoco de nuevo. El reino de Dios surge en el silencio, sin que nadie lo note.

Leía el otro día: “Cristo pasó treinta y tres años en esta tierra y, durante treinta de ellos, su palabra no traspasó los límites de una aldea de varios centenares de habitantes. Ese es el silencio de Dios. Está en la tierra y permanece oculto. Yo hablaría más bien de un Dios oculto[1].

Jesús oculto como la semilla en Nazaret comienza a morir para dar vida. En el silencio de Nazaret, en el transcurso de tantas noches silenciosas. Nada impresionante parece suceder.

La semilla va muriendo, la raíz crece. No hay ruido. Es sólo el silencio de Dios. Un caminar lento y seguro de Dios por el surco profundo que va dejando en la tierra. Una semilla que muere lentamente sin hacer ruido. Muy callada. Muy en silencio.

Como Jesús oculto en Nazaret, un desconocido. No hay milagros. No hay discursos. Ni palabras que tengan vida eterna. Sólo hay silencio. La noche oscura.

Y el reino que va surgiendo lentamente. Igual que esa noche en el Gólgota. Mientras muchos dormían Jesús en el sepulcro muere para dar vida. Y el reino de Dios comienza a hacerse presente.

A mí me gustan más los números y los logros. Me apena cuando la presencia de la Iglesia se debilita. Y creo que el mal está venciendo.

O pienso que es tan grande la debilidad del hombre que escandaliza a todos. A mí el primero. Y, ¿dónde está muriendo lentamente la semilla del reino? ¿Dónde está esa bondad oculta que vence al mal y hace posible que yo siga alzando la mirada al cielo?

Confío.

Quiero confiar en el poder infinito de Dios que todo lo transforma. Quiero creer que Jesús puede hacerlo todo nuevo.

Miro al cielo. Alzo la mirada. Veo las nubes y el sol. Toco los vientos. Pienso en la semilla oculta bajo la tierra.

Yo siembro. Escarbo y hago el surco más hondo. Surge la vida sin que yo la vea. No soy yo la persona más importante de mi vida. ¿Cuándo lo aprenderé? No lo sé. Sólo confío en que Jesús pueda hacerme nacer de nuevo.

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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