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Cuidado no caigas en el peor pecado

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/06/18

En realidad nunca merezco el perdón, pero Dios quiere dármelo

No sé muy bien cuál es el peor de mis pecados. Me confundo y me confieso de lo que creo peor. O lo guardo oculto por miedo a la imagen que proyecto. Miedo al qué dirán, al qué pensarán.

Decía el padre José Kentenich: “Es un error cuando creemos en general que pecados contra el sexto mandamiento son los peores. Puede ser así en cierto sentido en tanto en cuanto estos pecados predisponen para muchos otros pecados. Pero en sí mismos no son los peores. ¿Qué es lo peor? La negación de Dios”[1].

La negación de Dios. La desconfianza absoluta en el amor de Dios.

Jesús dice: “Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo”.

Se refiere al pecado contra Dios. A negar a Dios y prescindir de Él en mi vida. Se trata del rechazo radical a la gracia que Dios ofrece para la conversión.

La blasfemia contra el Espíritu Santo es presumir y reivindicar el derecho de perseverar en el mal y no creer en el bien que Dios puede hacer en mí.

Es un rechazo al perdón que Cristo me ofrece. Es la obstinación contra Dios llevada hasta el final. Es negarse deliberadamente a recibir su misericordia. Se endurece el corazón.

No tiene que ver con mi pecado, porque no hay pecado que no pueda ser perdonado. Es cerrarme a su mirada de misericordia. Dudar de que Dios me pueda perdonar.

Como sucedió con Judas. No creyó en el perdón de Jesús. Pedro en cambio, tras negar, creyó en Jesús más que en sí mismo.

Mi pecado mayor es cuando me alejo de Dios porque pienso que no tengo perdón, que no lo merezco. Me niego a creer en la misericordia, en su amor infinito. Pienso que no soy digno de su misericordia.

¿Cuándo merezco el perdón? Nunca. El perdón es un don, no un pago por un bien realizado.

Mi orgullo puede llevarme a perseverar en mi lejanía. Me endurece. El camino es el contrario. Hacerme hijo de nuevo.

Me vuelvo niño confiado. Me hago pequeño para mostrarme necesitado. El pecado del orgullo y de la soberbia me hacen creer que Dios no es necesario en mi vida. Me cierro al poder del Espíritu, el único poder que puede cambiarme por dentro. Me falta humildad.

Necesito creer en la misericordia. Esa actitud supone abrirme a la gracia. Dejar que Dios me rompa por dentro en mi debilidad. Dejar que pase a ocupar el lugar que le corresponde en mi vida, el más importante.

El amor a Dios me abre, me capacita para amar más. Comenta el padre José Kentenich: Podemos decir que amamos a nuestro hermano a causa de Dios. Vale decir que, si en nuestro amor al otro hay elementos que pretenden separarnos de Dios, tales cosas no son del Espíritu Santo. Por otra parte, si creemos estar encendidos de amor a Dios y no somos cariñosos con los demás, estemos seguros de que ese amor a Dios no ha sido suscitado por el Espíritu Santo[2].

El amor de Dios en mí me hace de nuevo. Quiero aprender a darle el poder a Dios sobre mi vida. Dejar que su Espíritu me penetre y me transforme por dentro. Y me capacite para un amor que sueño y del que no soy capaz.

Dios me hace capaz con su don. Dios me hace más dócil a su voluntad. Es lo único que deseo. No quiero endurecerme. No soy yo el que se salva.

¿A quién le he dado poder sobre mi vida? Me preocupan tantas cosas y busco seguros que me aseguren el futuro.

¿Cuál es el poder del poder? El poder humano es tan frágil… Sólo si mi poder descansa en Dios tengo el corazón abierto a su Espíritu. Sólo si le dejo a Él tocarme con su fuego podré abrirme a su misericordia.

Cuando me endurezco y cierro, acabo alejándome de Dios. Como si no creyera en su misericordia, en su amor.

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

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