Quiero optar por el bien del otro más que por el propio, pero luego no es tan sencillo, con mis propias fuerzas imposible
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Cuesta no pensar en el esfuerzo que tengo que hacer para lograr lo que deseo. Cuesta no imaginar el desgaste que supone una entrega hasta el final de mis días.
Siempre veo ante mí dos posibilidades abiertas. Dos caminos. Dos opciones. Puedo no hacer nada y buscarme a mismo en la comodidad de mi vida. O puedo recorrer la distancia infinita que me separa del otro, de la meta, de mis sueños.
Son dos formas posibles de vivir mi vida. Dos estilos radicalmente opuestos.
Me veo a veces tentado por la comodidad. Y otras veces me seduce la entrega. La generosidad hasta el extremo. La alegría en el dar sin pensar en recibir nada a cambio.
Quiero optar por el bien del otro más que por el propio. Sueño con esa entrega radical de mi vida y sonrío.
Pero luego no es tan sencillo lo que parece fácil. Me gustaría tener un corazón más grande que el que tengo. Me impresiona ver con cuánta frecuencia me vuelvo egoísta.
Pienso sólo en lo que a mí me hace falta. En lo que yo necesito. Pierdo demasiado tiempo acariciando mis sentimientos. De frustración, de rabia, de impotencia, de tristeza.
Dejo de mirar fuera de mí para mirar sólo lo que tengo dentro. Paso por delante del que me necesita y no hago nada.
Habla así el papa Francisco sobre la santidad que es caridad: “No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros sólo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente”[1].
Hablo tanto de dar la vida, de entregarme hasta el extremo, de amar sin condiciones. Y súbitamente me encuentro limitado por mi ego que me ata y encadena. Sólo tengo ojos para mí.
Pienso en el amor de Jesús que vino para dar su vida por mí. Y yo que soy hijo suyo me parezco a Él muy poco.
Quisiera romper las barreras que me impiden dar hasta que duela. Llevo tan mal el dolor… Esa espina que se clava en el alma. Y no me deja ser feliz.
Dicen que seré más feliz cuanto más dé. Seré más feliz buscando el bien del otro. Alegrándome con sus victorias. Disfrutando de sus triunfos. Menguando yo para que el otro crezca. Me cuesta creérmelo.
Me sé de memoria tantas frases que me hablan de ese amor que libera, de esa entrega que plenifica, de esa vida que muere como una semilla para dar fruto. He predicado tantas veces de ello. Me lo he repetido para no olvidarlo.
Pero una y otra vez me doy cuenta de los límites de mi carne. No sé por qué me sigue doliendo más mi herida que la del prójimo. Y sigo pensando que mi bien es más importante que el bien ajeno.
Como una basurilla se mete dentro del alma esa tendencia tan propia del hombre a buscar su propio bien. Y me encuentro así encerrado dentro de la prisión de mi egoísmo.
Miro mi vida y busco cómo romper las barreras, cómo hacer saltar las puertas, como reventar los diques.
Tal vez no lo logre nunca si lo intento desde dentro. Yo con mis fuerzas no puedo, soy débil. Necesito un fuego que me rompa. Un viento que sople sobre mi casa. Una fuerza que empuje más fuerte que mis resistencias.
Necesito a Dios que venga sobre mi vida para hacer añicos mis defensas. De golpe. O poco a poco. No me importa. Sólo quiero ser más libre de estar yo bien. Y querer no sé cómo que los otros estén mejor que yo.
Como escuchaba el otro día hablando del matrimonio: “Amar de forma inmadura es querer al otro para usarlo, amar bien es querer el bien del otro. Amar en el matrimonio es desear ser uno mismo el bien del otro”.
Quiero dejar de preocuparme de mi tristeza. Para sembrar alegrías a mi alrededor. Que no me importe tanto si Dios hace en mí milagros. Y me alegre de los milagros ocultos que veo realizar en otros.
Que desaparezca la envidia de mi alma enferma. Que deje de compararme con los que están mejor que yo. Que son muchos. Y piense mejor cuál es el bien que puedo hacer y que lo haga.
Sé que esos milagros pueden doler un poco. Hasta que mi amor propio deja de tener tanta fuerza en mí. Y logro empezar a mirar fuera de mí al que más sufre.
Así me enseña María cuando me acerco a Ella pidiendo ayuda y consejo. Ella supo negarse a sí misma para que Dios creciera en Ella.
Y volcó su mirada compasivamente en el que más sufría a su lado, sufriendo al mismo tiempo Ella. Desde su dolor más hondo acarició con sus manos el dolor de los hombres que la necesitaban.
Así quiero amar yo. Consolando. Quiero aprender a amar con ternura.
Comenta el papa Francisco: “La ternura es una manifestación de este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a vibrar ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad”[2].
Un amor así parece imposible. Un amor vencedor de egoísmos. Un amor descentrado y centrado sólo en el que más necesita. Un amor así es obra de Dios. Vence mis miedos, rompe mis cadenas.
Quiero aprender a amar en los detalles. Respetando, cuidando, la vida que se me confía. Sin retener. Sin querer cambiar a quien amo. Un amor libre que libera. Un amor alegre que alegra. Quiero ser fiel al amor que Dios ha sembrado en mi alma.
[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
[2] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia