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Por qué vivir despacio

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Karl Fredrickson - Unsplash

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/06/18

En la calma de Dios la ira se desvanece

Creo que a veces me precipito. Voy demasiado deprisa. Actúo sin pensar mucho. Me puede mi impulsividad. Tomo decisiones sin excesiva reflexión.

En ocasiones me arrepiento de mis actos. Escribo lo primero que brota de mi corazón. Algunos me insinúan que debería dejarlo reposar más.

Brota la vida de mi boca, digo lo primero que he pensado. Nace en el corazón. No puedo callarlo. La rapidez de mis pasos me abruma. ¡Me resulta tan difícil hacer las cosas más despacio!

Quisiera hacer una oda a la lentitud. Un canto de alabanza a los que van despacio. A los que me enseñan otra forma de mirar la vida. Otra forma de entender el tiempo.

El tiempo es eterno. ¿Por qué voy con prisas? La lentitud es un arte en un mundo que busca y ama la velocidad. No tolera los retrasos. No soporta la pérdida de tiempo.

Veo que me falta paciencia para esperar que las cosas sucedan a su debido momento. Cuando toca. Cuando la semilla muere y surge la planta. Cuando el fruto está maduro y cae.

Yo quiero que todo ocurra ahora, en mis manos, mientras estoy mirando, de forma inmediata. Me agobio esperando una cola para acceder a lo que deseo. Aguardo impaciente a que alguien actúe, se mueva, decida, ejecute lo que ha planeado.

Me cuestan las personas sin sangre en las venas. Esas a las que se les pasea el alma por el cuerpo. Nunca tienen prisa. Siempre tienen tiempo. Aunque luego lleguen tarde y hagan esperar a otros.

Sé muy bien que las prisas no traen nada bueno, es verdad. Y que no por mucho correr llego antes a ningún sitio. A lo mejor es que no lo puedo evitar. Me acelero sin darme cuenta.

Tengo fuego en mis venas. Y también tengo paz interior al mismo tiempo. Corro por los caminos. Quisiera aprender a caminar despacio sin exagerar demasiado. Detenerme ante cualquiera, sin prisas. Hay tiempo.

Una persona decía: “Almas rebeldes, llenas de tormenta y calma en su interior. Rezo para que volvamos a encendernos con la llama del primer amor”.

El fuego en mi interior me hace capaz de lo mejor. Y al mismo tiempo me puede volver precipitado, impetuoso, impaciente.

Actúo movido por ese fuego, por ese viento que dentro de mí golpea con fuerza. Me precipito y digo lo que no quiero decir. No sé callar con calma, a paso lento. Las prisas no son buenas.

Acelero mi paso buscando respuestas. Quiero que lo que digo se lleve a cabo. No tengo paciencia con los lentos.

Comenta el papa Francisco: “Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla”[1].

Calma en mi andar es lo que deseo. Calma en mis palabras y gestos. Paciencia para respetar el curso lento de la vida y detenerme ante el que me sale al encuentro.

Todo crece con lentitud. Desde esa semilla que muere lentamente hasta el sol que amanece a su ritmo pausado, siempre al mismo ritmo.

¿Cuáles son mis tiempos? Quiero aprender a contemplar con alegría el lento devenir de todo lo que pasa. Con los ojos bien abiertos para no perderme nada. Con la mirada puesta en lo que veo y en lo que sueño. En lo que observo y en lo que intuyo.

Quisiera saber detenerme en silencio, con calma, ante lo que sucede de forma precipitada delante de mi ojos. Aprender a perder el tiempo. Aprender a callar antes de decir lo inadecuado.

Antes de decidir lo incorrecto. Antes de hacer lo que no corresponde, lo que no es un bien para mí, ni para otros.

Necesito silencio para madurar y crecer en mi interior: “El silencio es la última trinchera que nadie puede cruzar, la única habitación donde hallar la paz, el estado en el que el sufrimiento baja por un instante los brazos. El silencio fortalece nuestra debilidad. El silencio nos arma de paciencia. El silencio en Dios devuelve el coraje”[2].

Quiero aprender a recluirme en mi mundo interior. Y allí cargar el corazón de paciencia y coraje. De amor profundo y respeto. En la calma de Dios la ira se desvanece.

En el silencio sobran las palabras. Y mis palabras hirientes se convierten en susurros sin fuerza, apenas audibles. Y toda la pólvora que parecía tener en mi alma deja paso a una paz honda que calma el corazón y amansa el mundo.

Me gusta la vida que transcurre dentro de mi alma. Sólo así logro cambiar el ambiente, la atmósfera que me rodea.

Quiero aprender a caminar despacio. A hablar despacio. A callar muy dentro de mi alma. Es lo que más quiero. Vivir sin prisas. Con la paz del niño que descansa seguro en el corazón de su padre.

Así quiero hacer las cosas. Que dejen huella honda mis pies pesados, pausados. No vuelo con rapidez, camino con calma haciendo historia. Quiero aprender el arte de la lentitud para no precipitarme.

Hago una alabanza a las personas lentas, que siempre tienen tiempo. Que educan a los demás, a mí mismo, en la paciencia. Y en el respeto al tiempo que hace que toco crezca lentamente.

Quiero calmar mi alma inquieta. Me quedo quieto, en silencio, escuchando. Y sonrío mirando el paisaje ante mis ojos callados.

[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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