Una de las historias más oscuras y llenas de misterio…¿o no?
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Una vez me invitaron a andar por la Ruta de los Cátaros, que se llaman en Francia los “Bonshommes” y al llegar a España se llama la Ruta de los Hombres Buenos. Fue una secta que se extendió por el sur de Francia en la Baja Edad Media y fueron perseguidos en las cruzadas en cuanto a herejes que predicaban una religión bastante distinta de la Iglesia de Roma y en contra del Papa y de la Iglesia cristiana.
Ciertamente, la Iglesia (siglos X y XI) pasó por un tiempo en que se relajaron mucho las costumbres a todos los niveles, a pesar de los frutos de santidad que tenemos en la época, como santo Domingo de Guzmán, Estanislao de Cracovia, Francisco de Asís, Thomas Becket, Bernardo de Claraval, Elena de Suecia, Margarita de Escocia. Hildegarda de Bingen, Hugo de Cluny, y santos que fueron reyes, nobles y clérigos.
La ruta iba de Foix (sur de Francia) hacia los Pirineos, ladeando Andorra, hasta la Cerdaña, y atravesando los Pirineos por los escarpados montes del Cadí, hasta Manresa (España). Fue una huida en toda regla pasando por parajes inhóspitos y difíciles.
Pero ¿por qué eran llamados “hombres buenos”? Según las guías de esta ruta de los cátaros es porque defendían una fe “sencilla y amante de la naturaleza” y fueron perseguidos por los cristianos afectos a Roma de manera cruel, cuando ellos no querían defenderse. Sinceramente, me pareció una visión simplista y parcial.
Los cátaros o albigenses (de la diócesis del sur de Francia, Albi), llamados también los “puros” adoptaron una creencia que venía de Oriente, una mezcla de gnósticos, maniqueos y dualistas, que creían en dos principios, el Bien y el Mal. El Bien era Dios y el Mal era Satanás, y con él el Mundo. Rechazaban la jerarquía, el Antiguo Testamento (era obra de Satanás), Jesucristo era un Ángel de Dios; las obras de los creyentes carecen de valor, y estaban prohibidos los juramentos.
Creían en la lucha permanente entre el Bien y el Mal. El hombre estaba compuesto de cuerpo, que era el mal, y de alma que debía de luchar siempre hasta liberarse del cuerpo por la muerte. Creían en la transmigración de las almas, que pasaban de un cuerpo a otro, y también en la “endura”, que viene ser el suicidio por inanición. Tenían un único sacramento que era el “consolamentum”, que venía a ser una especie de confesión general obligándose después a no cometer ningún pecado y a seguir rigurosos ayunos y penitencias. Su libro sagrado era el Evangelio de san Juan, que debían saberlo de memoria y rezar más de 200 padrenuestros (con una fórmula cambiada) al día.
Entre los cátaros se distinguen dos clases: los creyentes y los perfectos (Parfaits). La gran mayora pertenecía a los creyentes, que podían llevar una vida disoluta y pecadora, y al final de su vida, poco antes de morir, recibían el “consolamentum” por lo que su alma podía transmigrar a otro. Su principal obligación era cuidar la vivienda y la alimentación de los perfectos.
Los perfectos eran los que habían recibido el “consolamentum” y se obligaban a una vida de fuertes ayunos y penitencias para liberarse del mal. Las mujeres solo podían ser “perfectas” si procedían de la nobleza. Los perfectos se obligaban al celibato y a difundir las doctrinas cátaras por todo el mundo. Los obispos eran elegidos por los perfectos.
Se expandieron por el sur de Francia (Albi, Carcasona, Narbona, Toulouse, Nimes, Angen) y eran defendidos por los reinos del Sur, que los consideraban sus vasallos (como los condes de Tolosa y el Reino de Aragón al que aquellos rendían vasallaje), mientras que los del norte querían conquistar aquellas tierras. Los cátaros fueron declarados herejes por la Iglesia de Roma (concilios III y IV de Letrán, S. XII), y, después del asesinato del legado papal, Pierre de Castelnau (S. XIII) –que pretendía llegar a un acuerdo de paz entre los condes y señores del Languedoc– el rey Felipe Augusto de Francia, con el apoyo del papa Inocencio III, organizaron una cruzada y vencieron en la batalla de Muret, recuperando Francia la región de Occitania.
La más sangrienta cruzada contra los cátaros la dirigió Simon de Montfort quinto conde de Leicester, hombre despiadado y sanguinario, y en ella no pocos cruzados fueron mercenarios que se adueñaron de los tesoros de los palacios de los cátaros. Los franceses estaban bien armados y adiestrados y no tuvieron mucha resistencia de los cátaros nada habituados a la guerra. Eran campañas relámpago porque los nobles franceses no podían estar más de 40 días de servicio d’Ost, que era la duración del servicio militar en la época feudal.
La Iglesia de Roma envió a predicadores excelentes como Diego de Acebes y Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los Frailes Predicadores, llamados dominicos, Guillem Claret y otros, obteniendo un importante número de conversiones de cátaros al cristianismo.
Los cátaros se fueron debilitando, después de las persecuciones, la superioridad militar francesa, las alianzas y matrimonios entre las casas reales aliadas con el Papa y la creación de la Inquisición, y desaparecieron prácticamente en el S. XIV. Restos de cátaros sobrevivieron en el Reino de Aragón y en Bosnia.