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El idioma del corazón: Cómo conectar de verdad

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Syda Productions - Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/05/18

Silencios que expresan pertenencia, lágrimas de comprensión cuando sobran las palabras...

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Creo que el mayor problema es que digo algo y no me entienden. Hablo en mi idioma, de acuerdo a mi experiencia, y no comprenden mi forma de hablar, lo que digo. Trato de decir lo que pienso, y no piensan como yo.

El idioma divide y separa. Las palabras hieren. Crean muros. No es sólo el idioma de cada lugar. Es más bien el idioma del corazón.

Cuesta entender otros idiomas, otros corazones. Cuesta hablar en el idioma de los otros. Me cierro en mi carne, en mi tierra, en mi lengua. Y me niego a aprender otros idiomas.

Yo pienso así, me digo. Y mi postura se hace inamovible. No quiero transar, no quiero pensar de forma diferente. ¡Cuánto cuesta hablar en un solo idioma!

Me sorprenden esos debates políticos, o programas de televisión en los que muchos hablan de temas complejos. Gritan, no se escuchan, nadie se entiende. Nadie se abre a lo que otros dicen. Nadie se abaja para hablar en el idioma de los demás. Cada uno cerrado en su postura.

Tengo miedo de hablar un solo idioma, el mío. Me da miedo volverme egoísta. Cerrado en mi piel. Incapaz de aceptar posturas diferentes a la mía.

Me vuelvo esquivo. Tengo la razón. Y no entiendo otras explicaciones. ¡Cuánta pobreza!

Hay idiomas que unen e idiomas que separan. Hay posturas intransigentes que rompen vínculos profundos. Hay palabras mal dichas, que sobran, y rompen el alma. Heridas hondas.

Y esa separación que provoca el idioma rompe la unidad que anhelo. La que describe el Padre José Kentenich: “Siempre se trata de lo mismo, del estar espiritualmente el uno en el otro, para el otro, con el otro y así el no darse por satisfecho con estar simplemente el uno al lado del otro. Y esto sea que se trate del amor filial, fraternal, esponsal, maternal o de amistad. Dependiendo de las formas de unión espiritual, las formas pueden cambiar pero el núcleo es siempre la misma conciencia misteriosa de identificación de dos personalidades autónomas”[1].

Una unidad profunda. Un solo idioma, el del corazón. Un idioma de paz que una, que arraigue mi corazón en otros corazones.

Una comunión en la que no me conforme con ir al lado del otro, sino en el otro. Una comunión más honda. De corazón a corazón. Silencios que expresan pertenencia. Lágrimas de comprensión cuando sobran las palabras.

No comprendo los idiomas de los otros cuando los odio, cuando los desprecio. No comprendo sus silencios cuando intentan herirme con sus gestos. Es tan difícil aprender a amar bien desde la comunión…

Quiero hablar en el mismo idioma de los que tengo cerca. Pero también de los que tengo lejos. Hablar el idioma de los jóvenes, de los ancianos, de los niños, de los extranjeros, de los ricos, de los pobres.

Hablar ese mismo idioma sólo es posible en el Espíritu, viviendo en su presencia. Separado de Él hablo un solo idioma, el mío. Dejo de comprender posturas diferentes. Me niego a aceptar posibles soluciones que yo no he pensado.

Me gustaría tener un lenguaje que todos comprendieran. Decir algo y que todos entiendan lo mismo. No siempre es así. Hablo y no me entienden. Digo algo y lo malinterpretan.

Me acusan de ser cerrado. Me dicen que hablo sólo en mi idioma y de lo que a mí me interesa. Me juzgan por pensar que me cierro a aceptar otros posibles caminos.

¡Cuántas familias divididas por no hablar en un mismo idioma! ¡Cuántas amistades rotas por no saber dialogar!

El diálogo es un arte que no sé practicar. Hay que escuchar mucho. No hablar tanto. Tengo que abrirme a lo nuevo que me proponen y aceptar que no tengo yo la última palabra. Que no siempre tengo la razón y puedo estar equivocado. Dialogar exige mucha humildad. Y mucha escucha.

El papa Francisco les decía a los jóvenes en Cracovia: Nosotros, los adultos, necesitamos que nos enseñen a convivir en la diversidad, en el diálogo, en compartir la multiculturalidad, no como una amenaza sino, como una oportunidad. Tengan el coraje de enseñarnos que es más fácil construir puentes que levantar muros.Es el puente fraterno. Que este puente humano sea semilla de tantos otros; será una huella”.

Con palabras puedo construir puentes o muros. De mí depende. Puedo acercarme o alejarme. Puedo tender una mano o alejar con un frío gesto. Es tan sencillo. Tan difícil al mismo tiempo.

Un arte de comprender, de hablar, de compartir. El arte de escuchar y hablar. Una unidad que es obra del Espíritu en mí.

El Espíritu Santo me hace comprender todos los idiomas. Y hace que todos me comprendan en su idioma. Es el Espíritu ese fuego que todo lo une. Todo lo transforma. Y me da el don de hablar la lengua de todos los hombres.

[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández

Tags:
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