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Cómo convertir la oscuridad en luz

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 23/05/18

Cuando todo parece demasiado frágil, ¿de dónde saco la fe?

La desesperanza es la oscuridad que llena el alma de pesadumbre. La esperanza es el don que vuelve joven el corazón envejecido.

A menudo me veo desesperanzado y triste. Como si todo estuviera perdido. Temo por un futuro que no conozco. Y me asustan los probables fracasos que me esperan.

¿Tengo fe? ¿Creo que puedo vencer y seguir adelante en mi camino más allá de lo que parece posible? No lo sé. Dudo. Me vuelvo viejo. Mi fe se tambalea. ¿Creo que puedo llegar más lejos, más hondo, más alto?

En medio del mar, en medio de la tormenta, perdido a merced de las olas y los vientos, cuando todo parece demasiado frágil, ¿de dónde saco la fe?

¿Cómo esperar cuando todo parece imposible? Tal vez tiño de gris la esperanza. Y nublo con mi desánimo un sol que parece despuntar al alba. Quiero la luz, quiero la esperanza, quiero ser joven.

Dice la canción Color Esperanza: “Sé que las ventanas se pueden abrir. Cambiar el aire depende de ti. Te ayudará. Vale la pena una vez más saber que se puede, querer que se pueda. Quitarse los miedos, sacarlos afuera. Pintarse la cara color esperanza. Tentar al futuro con el corazón. Es mejor perderse que nunca embarcar. Mejor tentarse a dejar de intentar. Aunque ya ves que no es tan fácil empezar. Sé que lo imposible se puede lograr. Que la tristeza algún día se irá. Y así será. La vida cambia y cambiará. Sentirás que el alma vuela”.

Puedo cambiar lo que viene por delante. Puedo mirar con una amplia sonrisa el nuevo amanecer. Puedo convertir la oscuridad en luz. Puedo hacer posible lo imposible.

Puedo, si Dios me cambia por dentro. Puedo, si mi fe resiste las tormentas. Puedo, si le doy un sí a mi vida y acepto el reto. Es la esperanza que me levanta cada mañana.

Estoy cansado de tantos rostros tristes sin esperanza. Harto de esas miradas que no creen en el mañana. No quiero oír que no lo puedo hacer.

Yo confío en todo lo que Dios puede hacer en mí. La fuerza de su Espíritu: “Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.

Quiero cuidar el deseo y la esperanza. Quiero mirar con una sonrisa el mañana. Me gusta lo que está por venir. Aunque sienta que no puedo, que no voy a ser capaz de superarlo. Un nuevo reto. Una nueva exigencia. Una pérdida. Un desafío.

San Agustín comenta: “El deseo es como el recipiente del espíritu; cuanto más espera y lucha el hombre, tanto más crecen el deseo y el amor, y Dios puede otorgarle con más generosidad sus dones”[1].

La medida del anhelo es la medida de la gracia. Cuanto más desee, más espacio habrá para que crezca en mí la esperanza. La capacidad de soñar. El don de creer en lo que nadie ve, en lo que nadie espera. El triunfo de los débiles, la victoria de los humildes.

Sé que no será todo como sueño. Elijo bien mis expectativas para no desanimarme.

Pongo mi confianza en Dios, como rezaba San Claudio de la Colombiere: “Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su penitencia, o sobre el número de sus buenas obras. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Tú, Señor, has asegurado mi esperanza. Estoy seguro de que seré eternamente feliz. Firmemente espero serlo y porque de ti es de quien lo espero. Espero que me sostendréis en las más resbaladizas pendientes. Espero que me amaréis siempre y que yo os amaré sin interrupción”.

La confianza en Dios es la que me sostiene. La confianza en el poder de Dios que no veo. E irrumpe como lenguas de fuego en mi alma. No para que me resulten los planes como deseo. Sino para encontrar la paz en medio de las adversidades.

No importa cuántos sean mis agobios y problemas. Alzo la mirada y confío. Alzo la mirada y espero. Y creo que Dios no me va a dejar en medio de mis miedos. No va a abandonar mi barca a la deriva cuando me sienta solo.

La fe viva es la que me sostiene. No transo en mi camino. No cedo en mis valores. No me vendo para tratar de asegurar una felicidad efímera. No renuncio a mi historia sagrada para labrar un presente inestable.

No me importa perder los seguros. Mi anclaje está en Dios. La paz no me viene de mis logros y victorias. De mi fortaleza. De mis posesiones. Es fugaz todo lo que toco. Todo lo que hoy admiro.

En medio del cenáculo de mi vida quiero esperar y creer. Tengo miedo. Son miedos humanos, propios de mi carne herida, de mi necesidad de vivir eternamente en paz.

A veces no lo logro y tiemblo. Me abruma el presente inestable. Espero y creo porque Dios me promete que no me dejará nunca solo.

[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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