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Sufro por seres queridos que no creen, ¿puedo hacer algo más?

KAFKA

Celeste RC-(CC BY-NC 2.0)

Lorena Moscoso - publicado el 18/05/18

Por mucho que ame a estas personas, mis palabras probablemente nunca lleguen a tocar su corazón...

Vengo de una familia católica donde algunos son no practicantes y otros no creyentes. Por alguna razón Dios quiso que yo anduviera por esta vida con la mirada puesta en el cielo, con la inquietud de saber quÉ pasa del otro lado, cuál es el gran misterio de mi alma y de la vida misma.

Tiendo a querer cambiar el mundo y estando rodeada de no creyentes, procuro ponerme en el lugar del otro para ver de qué manera reciben mis mensajes.

Tengo la sensación de que, si hablo de Jesús, ellos piensan en una fábula, si hablo del Espíritu Santo, en un cuento de hadas, y si hablo sobre Dios encuentro cuestionamientos sobre un Dios que permite el sufrimiento de sus hijos.

Nada más lejos de la realidad.

Me he dado cuenta de que por mucho que ame a estas personas, mis palabras probablemente nunca lleguen a tocar su corazón.

He aprendido a aceptar que solo Dios es capaz de darles la gracia de creer, y que lo único que puedo ofrecerles es la voz silenciosa de mi propia vida, procurando ser lo contrario a lo que se ve en el mundo: la imagen de Cristo.

Desde luego es algo en lo que fallo todos los días.

Pero gracias a Dios tengo un esposo que tiene la habilidad de hacerme notar con amor cuándo estoy en un error y por sobre todo tengo la cercanía de Dios en la oración continua, a través de la cual Él puede cambiar mi corazón y juntos podemos conseguir lo imposible.

Imagino que Dios nos hizo algo cortos de palabras cuando se trata de hablar sobre la experiencia de Dios.

Cómo quisiera poder explicar la certeza, la presencia ininterrumpida y perpetua, el consuelo de saberme contenida. Quisiera hablarles sobre las caricias y la delicadeza con la que interviene en mi vida; pero es imposible hallar las palabras justas para explicar todo esto.

Creo que Dios quiere que la experiencia de Dios sea absolutamente personal y, por lo tanto, las palabras no fluyen con precisión y con solidez hacia aquellas personas que no han abierto su corazón.

Qué diferencia existe en el discurso con aquellos que son más dóciles, con una disposición y entusiasmo diferentes. Ahí si podemos ver la presencia del espíritu que llena de colores cada mensaje.

En un sinfín de ocasiones creo que lo mejor es dejar las cosas como son. Muchísima gente vive con la certeza de sus palabras y no hay mucho que se pueda hacer por ellos excepto orar.

Un sacerdote decía que para aquel que no quiere escuchar no hay mensaje que le alcance y no hay nada más triste y más cierto.

Me viene a la mente la historia de Lázaro y el rico en la que ambos mueren, yendo el rico al “lugar de los muertos” y Lázaro al cielo.

Entre ambos lugares existía un abismo infranqueable, el rico no podía salvarse por haber estado siempre tan apartado de Dios y pide insistentemente a Abraham que por favor envíe a Lázaro a la tierra para que pueda advertirle a su padre y a su familia que cambien sus maneras de vivir.

Abraham le responde: “Hijo mío, si no escuchan a los profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos tampoco se convencerán”. (Lc. 16, 19-31) Para estas personas, ni el mensaje de Cristo muerto y resucitado es suficiente.

Con frecuencia me cuesta comprender que es Dios quien se dejará ver a su tiempo y a su manera, que no debo ser yo quien fuerce este encuentro.

Pido todos los días que abra el corazón de mis seres queridos no creyentes dándoles la gracia de creer y que yo pueda ser un rico testimonio para alimentar su fe.

Sueño con el día en que todos podamos entrar en el cielo, que podamos pisar nuevamente la tierra prometida de la que un día salimos y que finalmente escuchemos las palabras de este Padre extraordinario que nos dirá a cada uno: “te estaba esperando”.

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