Está vivo, pisa firme y no sólo en América Latina
En toda Latinoamérica, desde mediados de la década de 1940, las masas emergen de un modo inequívoco, tanto en la sociedad como en la política. Excluidas y marginadas del consumo, del prestigio y del poder, en un momento esas masas irrumpieron en forma brusca reclamando un lugar en la sociedad.
Se defendió a los populismos pues se suponía representaban en América Latina una etapa necesaria en el camino a la democracia por entender que facilitaba la inclusión de las masas y la reducción del poder de la oligarquía y, además, excitaban sentimientos nacionalistas a fin de tratar de impulsar la cohesión social.
A partir de mediados de la década de 1970, y una vez que muchos de los regímenes populistas habían degenerado, comenzaron a aparecer múltiples posiciones críticas con dichas experiencias. La crisis económica iniciada en 1973 supuso la reducción drástica de los ingresos de los gobiernos populistas. Sin recursos que repartir, las redes clientelares comenzaron a desmantelarse.
La imagen fue decayendo hasta señalarse a los populismos como regímenes plebiscitarios o democracias “delegativas”, puesto que la soberanía se confía a una figura redentora con la esperanza de que la concentración del poder garantice las soluciones esperadas sin discutir sus decisiones.
Para los años 90, algunos especialistas ya caracterizaban a los populismos como sistemas antidemocráticos, explicando que la democracia se basaba en la participación consciente y reflexiva de la ciudadanía en las tareas de interés común general, y que estos regímenes centraron su acción en una relación emocional entre unas masas irreflexivas y la acción de un líder político con fuertes capacidades taumatúrgicas apoyado en un discurso redentor que, sin estar basado en una ideología clara, prometía construir un mundo feliz al que se llegaba de forma rápida y fácil sin necesidad de realizar muchos esfuerzos.
A finales del siglo XX se constató que por lo general las experiencias populistas de mediados del mismo siglo tuvieron un final trágico. Resulta ilustrativo recordar – como lo hace Pedro Pérez Herrero en su libro Auge y caída de la autarquía– que en la mayoría de los casos en los que triunfaron los regímenes populistas sus sociedades se caracterizaron por presentar abultadas bolsas de pobreza, una distribución del ingreso marcadamente desigual.
“Si los líderes políticos utilizaron los discursos populistas demagógicos – explica Pérez Herrero- no fue sólo por la necesidad que tenían de legitimar el ejercicio del poder con un baño de masas (cosechando los votos necesarios que les llevaran al poder), sino también por la urgencia de convertir el desorden social y las frustraciones existentes en un clima de esperanza. El contacto con las masas se convirtió en un ritual cuidadosamente diseñado que necesitaba repetirse de forma regular a fin de retroalimentar las relaciones clientelares”.
Y cierra con una impecable descripción del accionar populista: “Como por arte de magia, cada grupo social entendía lo que necesitaba escuchar en cada frase pronunciada por el líder y recibía una subvención específica acorde a sus necesidades. La habilidad del político residía en hacer comprender que había que evitar los enfrentamientos entre los grupos sociales y que todos eran compañeros de viaje que debían compartir solidariamente lo que el líder les ofrecía. Un político ecuatoriano definió correctamente la política populista cuando afirmó que era la que fascina a las masas sin dejar de servir a las oligarquías”.
La catedrática de la Universidad de París Est Marne La Vallée, Christine Delfour, pronunció en el 2013 la charla «Populismo en América Latina. Situación actual en Ecuador, Bolivia y Venezuela» durante la cual aseguró que «la clave del populismo en general, y en América latina en particular, es que nace de una situación de crisis». Esta crisis, habitualmente, es una crisis económica pero también política, con una «falta de legitimidad de los partidos habituales» y con un modelo estatal que no llega a cuajar. Este contexto propició, según Delfour, la llegada del fallecido Hugo Chávez al poder en Venezuela. También influyó en el ascenso de líderes como Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia.
Como populistas contamos a los gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955, 1973-1974) en Argentina; Getulio Vargas (1951-1954) y João Goulart (1961-1964) en Brasil; Luis Echeverría (1970-1976) en México; José María Velasco Ibarra (1952-1956) en Ecuador; Fernando Belaúnde Terry (1963-1968) y Juan Velasco Alvarado (1968-1975) en Perú; Alberto Lleras Camargo (1958-1962) en Colombia; Alan García (1985-1990), en Perú; Carlos Andrés Pérez (1974-1979) en Venezuela; Joaquín Balaguer (1966-1978) en República Dominicana; y Carlos Ibáñez del Campo en Chile (1952-1958). Si bien cada uno tuvo características propias como resultado del tiempo y del tipo de sociedad en los que le tocó actuar, todos compartieron un cierto sello común. Se apoyan en el carisma, manejan un discurso demagógico y manipulan la emocionalidad de las masas.
Al conjunto de estas experiencias políticas se le conoce como populismos clásicos en comparación con los populismos tempranos (anteriores a 1930) y los nuevos de finales del siglo XX ( Carlos Saúl Menem, Alberto Fujimori, Lula Da Silva, Carlos Salinas) y comienzos del siglo XXI con Néstor Kirchner (Argentina), Daniel Ortega (Nicaragua), Evo Morales (Bolivia), Correa (Ecuador) y el “Socialismo del Siglo XXI” que apareció en la Venezuela de Hugo Chávez agregando un ingrediente feroz como base de sustentación, el militarismo, el cual a su vez se mantiene erigiendo una nueva oligarquía que concentra el poder a partir del cuantioso ingreso petrolero. Fácilmente derivan hacia un régimen de corrupción, lavado de dinero y tráfico de drogas. Y fácilmente se convierten en dictaduras con inequívocos rasgos totalitarios.
Hoy, ser llamado populista es una expresión peyorativa. Pero resulta que el populismo está vivo, pisa firme y no sólo en América Latina. Amenaza con reptar por los intersticios de la desigualdad donde quiera que ella germine. A los nuevos líderes populistas les une el carisma, el autoritarismo, la incorrección política o el atrevimiento de tomar su parte como el todo, al igual que comparten aversión por los matices, maniqueísmo, un rechazo visceral a una clase política que consideran mera mafia del poder, o la asombrosa capacidad de capitalizar en beneficio propio todo tipo de votos – castigo.
El caso de Marine Le Pen en Francia, del mismo Trump en los Estados Unidos, el resurgir de la fuerza electoral de López Obrador en México y del partido Podemos que debe mantener a España en permanente alerta naranja, son signos claros de un virus que no encuentra el antibiótico capaz de combatir la cepa, esas colonias puras de bacterias que proliferan por doquier.
Tal vez sea el papa Francisco quien ofrezca la fórmula para vencer la resistencia: luchar contra el descarte y la exclusión social.