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Por qué tienes que permitirte fallar

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Scott Cochrane

Carlos Padilla Esteban - publicado el 19/04/18

Cuando asusta decepcionar y se viven las obligaciones con ansiedad, qué bueno detenerse y escuchar a Jesús: "Te doy la paz"

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Yo a veces pierdo la paz. Vivo con ansiedad mis obligaciones. Voy corriendo de un lado a otro tratando de encontrar solución a todos los problemas del mundo. Queriendo que todo esté en su lugar.

Deseo contentar a todos los que me exigen. Quiero ser el primero en todo lo que hago. Quiero ser sobresaliente. Me lleno de miedos, de ansiedades, de angustias. No avanzo. No logro estar a la altura que yo mismo me exijo.

San Pablo era capaz de decir que se gloriaba en sus debilidades. Yo no soy a veces ni siquiera capaz de reconocer mis puntos débiles. Los tapo. Los callo. Los escondo.

Me da miedo que otros me conozcan como soy y se alejen de mí escandalizados. O me traten de acuerdo a mi debilidad. Me asusta no estar a la altura y decepcionar a los que tienen expectativas puestas en mí.

Necesito ser capaz de descubrir el rostro de Jesús para recuperar la paz y la alegría. Para hacer frente a esos sentimientos que a veces me invaden y me turban: “¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?”.

Cuando huye la luz de mi rostro y se aleja de mí, pierdo la paz. Brotan la angustia y el miedo. Me invade la tristeza.

Necesito detenerme y buscar el rostro de Jesús cerca de mí, buscándome por el camino cuando me pierdo en mis tristezas.

Y en ese espacio de oración, en ese lugar sagrado y hondo dentro de mi alma, cuando me callo y hago silencio, y miro y contemplo, allí recobro la paz.

Como decía el cura de Ars: “Nuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. Es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura. Es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. Se funden las penas como la nieve ante el sol”[1].

Las tristezas se funden como la nieve con el sol. Las tristezas al mirar su rostro y quedarme en silencio. Entregando lo que me pesa y angustia. Dejando al lado mi ansiedad.

No lo hago todo bien. No puedo llegar a todo lo que el mundo me exige. No puedo cumplir con todas mis responsabilidades. Puedo fallar. Puedo caer. Me lo permito. No pasa nada.

Jesús está esperándome en mi camino. No sólo eso. Me busca. Me abraza por la espalda. Entra en mi corazón con las puertas cerradas y clama: – Te doy la paz.

Me conmueve ver el amor de Jesús. Ese amor que no se detiene, no se olvida, no abandona. Se pone en camino siguiendo mis pasos cuando me alejo de Él.

Me detiene cuando yo no quiero saber nada de sus planes. Se empeña en decirme la verdad cuando yo prefiero vivir tranquilo en medio de mis mentiras mediocres. No quiere que me pierda para siempre.

Y luego comparte conmigo el pan. Para que descubra en sus manos el amor más grande. Para que vea brillar su luz al partir yo mi pan.

Sale a mi encuentro. Me busca. Y yo lo reconozco. ¡Qué difícil reconocerlo a veces! Vivo pendiente de tantas otras cosas más visibles.

Y yo en mi vida tantas veces tengo que detenerme para darme cuenta de que es Él quien me abraza. Y entonces vuelvo entusiasmado a la vida. Vuelvo al lugar del que me alejé un día sin esperanza.

Ahora ya le he encontrado sentido a mi vida y puedo contarlo. ¿Cuándo vino Jesús por mi espalda a buscarme en el camino? ¿Cuál es mi historia de conversión, de amor? ¿He contado a muchos con entusiasmo cómo Jesús no me olvidó y me siguió por los caminos?

¿No es verdad que yo a menudo tampoco sé ver el rostro de Jesús? Vivo enredado en mis tristezas, en mi dolor, en mis miedos. Y no veo con claridad.

Es la paz el signo propio del resucitado. Es lo que Jesús entrega cuando llega. Ha vencido a la muerte y vive para siempre. Tiene paz y entrega lo que hay en su corazón.

Y yo me lleno de esperanza. Viene hasta mí y no me deja solo. Esa certeza me consuela. Su paz es para siempre. Es más fuerte que mis miedos y pesares. Más grande su alegría que mi pena. Sonrío. Me lleno de su luz. Y espero que el cielo llene mi tierra.

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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