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¿Te afecta cuando alguien cae cerca de ti?

FEMMES S'ENLAÇANT

© Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/04/18

Quiero vivir con pasión para ser capaz de sufrir por otros. Y llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena

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El otro día vi cómo se caía un árbol en un jardín. No había mucho viento. Sólo un poco de aire. Se cayó lentamente, sin hacer ruido.

Tenía el tronco enfermo. Tal vez demasiada agua. Estaba podrido en su interior. Las raíces quizás habían encontrado agua sin esfuerzo en el césped del jardín. No habían tenido que esforzarse horadando la tierra. Eran raíces débiles, poco profundas, demasiado superficiales. Insuficientes para darle vida al árbol y fortalecer su tronco.

El árbol había crecido hacia lo alto, delgado, con muchas ramas llenas de hojas. Aparentaba mucho más de lo que era. Por dentro el tronco estaba enfermo, hueco. Las raíces no bastaban.

Me dio pena verlo caer. Lo hizo con suavidad, con cierta altivez, orgulloso de su altura. Cedió sin inmutarse. Y perdió la vida. Pronto tocó la tierra y quedó allí, inerte, muerto, inmóvil, frágil. El viento ya no lo mecía.

Parece mentira. Un árbol de tantos años, pero tan frágil por dentro. Tan alto antes y tan bajo ahora, caído sobre la hierba. La vida había sido cómoda para él. Mucha agua a su alcance.

Quizás nunca tuvo que esforzarse demasiado por conseguir lo que precisaba. Poca radicalidad, poco esfuerzo, poca hondura, poca vida. Casi nadie lo vio caer. Cayó en silencio. Una persona pasó a su lado preocupada de sus cosas. No vio su caída. No se inmutó ante su muerte prematura. No hizo ruido. Esta persona no lloró su pérdida.

Suele ser así tantas veces. Cae un árbol y no es noticia. Sigo metido en mi mundo. Preocupado de mis cosas. Caen muchos árboles y tampoco son noticia. No me inmuto ante la muerte injusta del que está cerca de mí. Tampoco ante la tragedia de la infidelidad. Ante el dolor de la ruptura y el abandono.

Me acostumbro al dolor ajeno, a la injusticia, al fracaso. Uno más que cae, pienso. Tendría sus razones para morir después de tanto tiempo. Y no me pregunto nada más. Me muestro indiferente ante el dolor ajeno. Habrá que plantar otro árbol. Se me ocurre.

Pienso ahora en los soldados que juegan a los dados a los pies de la cruz de Jesús: Tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura se dijeron entre sí: – No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca (Jn 19).

Echan a suerte sus vestiduras y siguen a lo suyo. La rutina, lo cotidiano. No se inmutan ante la muerte de un hombre, ante un árbol caído. Tal vez han perdido la sensibilidad.

Tengo miedo de perder la sensibilidad. Que me dé igual que muera un árbol, o un desconocido en un hospital, o en la calle, o incluso cerca de mí.

El otro día leía: En los Padres de la Iglesia se consideraba la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor ajeno como algo típico del paganismo. La fe cristiana opone a esto el Dios que sufre con los hombres y así nos atrae a la compasión. La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el corazón, es el prototipo de este sentimiento de fondo de la fe cristiana.

No quiero ser insensible ante el dolor de los demás. No quiero endurecerme con el sufrimiento y llenarme de amargura. No quiero quedarme hueco por dentro como ese árbol, vacío de vida, seco. No quiero volverme frío y acostumbrarme al dolor. Al propio, al de otros.

Sé que tengo sentimientos: Todos sentimos. No es cierto que haya personas insensibles. Incluso la mayoría de los enfermos que padecen una alteración grave de la sensibilidad común. Siento cuando me afectan las cosas. Cuando me interesa lo que está pasando o tiene que ver con mi vida.

Si el árbol no es mío, me duele menos. Si la muerte es lejana, sufro menos. No pierdo quizás la sensibilidad, pero sí su rango de acción. Se reduce el ámbito de todo lo que me afecta. El prójimo está muy cerca o muy lejos. A pocos metros deja ya de ser próximo y se convierte en lejano. Y mi corazón sufre menos, se vuelve pagano.

Tal vez me vuelvo más selectivo a la hora de comprometer mi corazón. Para no sufrir tanto. Para que no me afecten las muertes y los sufrimientos de los que no están tan cerca.

Pienso de nuevo en mi árbol. En su vacío interior. Murió realmente por falta de vida. Y un poco de viento tumbó su altivez. Puedo parecer muy alto, pero si mi tronco no es fuerte, caeré con el viento más débil. Y perderé la vida.

Quiero tener raíces hondas. Vínculos profundos. Decía el P. Kentenich: Amamos ideas, pero por lo común cultivamos en una cuota desesperadamente escasa vinculaciones personales profundas.

Quiero vínculos que alimenten mi corazón. Raíces hondas en la tierra. Esa hondura exige ahondar buscando agua. No me bastan las aguas superficiales para crecer. Quiero tener más vida, más hondura, más sangre en mi interior, más vínculos fuertes.

Quiero vivir con pasión para ser capaz de sufrir por otros. Y llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena. Es lo que deseo en lo profundo. Tener entrañas de misericordia que fortalezcan mi alma.

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