¡Cuánto me cuesta reconocerme culpable sin buscar excusas, sin querer justificarme por todo!
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Creo que lo que deseo en lo más hondo de mi corazón es tener paz. Vivir confiado y sin miedo. Amar y saberme amado. Y cambiar así el mundo que me rodea con una actitud diferente. Porque el amor cambia el mundo. Y la forma de hacer las cosas.
Quiero despojarme de todo lo que me esclaviza para ser más libre. Porque siento que mis debilidades son obstáculo en ese deseo mío de hacer mejor las cosas, de amar mejor, de hacer crecer a los que quiero. Ese deseo de cambiar el mundo que me rodea. De hacer que aquellos a los que amo sean mejores personas.
Me acerco a la Pascua con un corazón humillado. La Cuaresma se convierte en un tiempo de preparación, de transformación, de purificación, de conversión.
Cuando Dios me perdone todo lo malo y feo que hay en mi vida, tocaré su misericordia y lo conoceré de verdad.
Deseo con toda mi alma que Dios borre mi pecado y no se acuerde más de mi culpa. Que no lo recuerde. ¿Será posible?
Sé que Dios tiene una inmensa ternura. Y se compadece de mi fragilidad reconocida y entregada. Mi necesidad de hijo abre su corazón de Padre. Él puede hacerme mejor.
He roto la alianza con Dios tantas veces… He prometido cosas que no podía cumplir. He deseado lo que no tenía y me he rebelado contra mi propia suerte. Maldiciendo a ese Dios que me dejaba solo.
Y es así que vuelvo una y otra vez a confesar mi pecado. Arrepentido, herido, hundido. Y sello con Él una nueva alianza.
¿Por qué no logro cambiar? ¿Acaso no me ha perdonado Dios todo lo que hecho, todo lo que hago? Deseo un corazón purificado. Un corazón en el que brille el amor de Dios porque ha sido perdonado. Un corazón pacífico que siembre paz, porque ha sido pacificado.
Es tan frágil mi voluntad… Tengo intenciones puras. Deseo el bien de los que amo. Amar es desear el bien de la persona amada. No es querer mi propio bien con egoísmo. Es querer el suyo.
Un amor así es capaz de renunciar a lo propio, a su camino, por salvar a quien ama y compartir su misma suerte.
Es fugaz todo lo que construyo. Pero estoy sembrando para la eternidad que sueño.
Reconozco mi culpa y mi pecado. Conozco la debilidad de mi carne. Toco la fealdad de mis mentiras.
La Cuaresma me anima a arrepentirme. ¡Cuánto me cuesta reconocerme culpable sin buscar excusas, sin querer justificarme por todo!
Busco a alguien más culpable que yo para vivir tranquilo. Casi siempre lo encuentro. Pero no es el camino. Quiero arrepentirme de corazón.
Decía el padre José Kentenich: “El arrepentimiento no actúa como si lo pasado no hubiese sucedido; como si se quisiera borrar el hecho histórico acaecido. Cuando hemos cometido un pecado, bueno, hemos pecado. Pero el arrepentimiento quita el aguijón a la acción pasada. Cada mala acción es capaz de seguir engendrando un nuevo mal. Esto lo sabe cada uno de nosotros. El arrepentimiento, en cambio, quita al mal esa fuerza engendradora del mal. Por eso debemos suscitar en nosotros un auténtico arrepentimiento”[1].
Quiero acabar con esa rueda de mal en mi propia vida. No dejaré nunca de pecar, lo reconozco. Pero mi arrepentimiento siembra belleza, bondad y verdad en mi vida, y en la vida de los que están cerca de mí.
Reconozco mi culpa. He pecado, he sido débil, he deseado el mal, he actuado con mentiras, he faltado al amor recibido, he sido mezquino con mi amor. He juzgado y he condenado. Me he dejado llevar por la ira, por los celos, por la envidia. No hay excusas.
¡Tantos pecados en mi alma! De pensamiento, obra y omisión. Por todos ellos me reconozco culpable y me arrepiento.
Sé que la perfección no consiste en dejar de pecar. No pretendo lograrlo. Perfecto es el corazón que se arrepiente cada vez que cae y comienza de nuevo a luchar por construir un mundo nuevo, un mundo mejor.
Una alianza nueva surgida desde el reconocimiento de la propia debilidad: “Yo pactaré una nueva alianza”. Esta promesa me llena de esperanza.
Soy niño, soy hijo. Dios es Padre. Jesús viene a establecer una alianza nueva conmigo desde mi caída. Desde mi pecado. Desde mi verdad. Viene a salvarme para hacerlo todo nuevo desde lo que soy.
Esa mirada completa sobre mi vida me gusta. Dios me ve tal como soy. Así quiero ver yo mi vida. No olvido. Pero me perdono.
También mis pecados imperdonables. Me arrepiento y tengo misericordia de mí mismo. No es tan sencillo. Pero es el camino al que Dios me llama. Eso me alegra.
Seguir los pasos de Jesús hacia el Calvario es sentirme despojado de tantas cosas que hoy me pesan. Mi pecado y mis apegos. Mis sueños egoístas de grandeza.
Camino en sus pasos en el vía crucis recorriendo su misma vida. Quiero tocar su misericordia para poder comenzar siempre de nuevo.
[1] Sí, Padre. Nuestra entrega filial a Dios, P. Rafael Fernández