La memoria no hace a las personas, su esencia sigue intacta y las vivencias que tenemos con ellas permanecen en el corazón para siempre. En esta meditación de Carlos Padilla exploramos el tema desde la esperanza y gratitud cristianas
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Hay un lugar oculto en su memoria en la que se conecta con la realidad. Súbitamente sonríe y entonces todo parece tener sentido. Como las agujas del reloj roto que parece funcionar al menos dos veces al día.
Reacciona a una pregunta. Responde a una sonrisa, o a una carcajada, o a una caricia. Se queda mirándome desde dentro sin que yo apenas sepa hasta dónde me ve.
Es como si de repente se abriera una grieta en su olvido y recordara todo, o una parte al menos. Como la luz a través de las nubes que acaban con la tiniebla. Y se ata de repente a la vida presente. Se conecta por un instante que pasa rápido al olvido.
Me dice que me quiere sin palabras. En esos momentos vuelve a ser ella misma. En realidad nunca deja de serlo.
Me gusta velar sus silencios. Acompañar su sueño. Escuchar sus palabras inconexas. Reírme con sus risas. Y pensar que está, que no se ha ido. Y en sus caricias percibir su amor más hondo y verdadero.
La cuido como ella un día cuidó mis pasos. En mis recuerdos prendido yo de su mano. Así son los recuerdos que guardo muy dentro.
El corazón se aferra a lo que ha vivido. Y acaricia el presente desgranando pasados. Descifrando un futuro que se hace hoy para caer luego en el olvido.
Es la memoria capaz de traerme lo que más quiero. Y al mismo tiempo hacerme vivir de nuevo lo que más he sufrido. No olvida lo que me ha hecho daño. Ni tampoco el daño que yo he hecho. O quizás lo olvida para poder seguir caminando.
Leía el otro día sobre la lluvia amarilla que cubre mi pasado: «El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga, poco a poco, los fuegos más violentos. Pero hay hogueras que arden bajo la tierra, grietas de la memoria tan secas y profundas que ni siquiera el diluvio de la muerte bastaría tal vez para borrarlas. Uno trata de acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios y óxido encima del recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta una simple carta, una fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo del olvido». Julio Llamazares, La lluvia amarilla.
No sé si recordaré siempre lo que ahora recuerdo. Tengo mala memoria. Y la genética influye. Pero sé que no quiero olvidar las cosas más sagradas, las más bellas.
Sé que ella también las guarda, bajo una lluvia amarilla. Una lluvia de olvido. La lluvia amarilla con la que otoño tras otoño el suelo se tiñe por las hojas caídas.
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