Las “colas”, como las llaman en Venezuela, son instrumento de dominación
“Hija, tengo desde las 4 de la mañana en esta cola”, es el lamento de una viejita que ha llegado a mediodía sin conseguir su objetivo: comprar un kilo de arroz. Los casos son a diario y reflejan la inmensa inmoralidad sobre la que descansa un régimen que desprecia la vida de la gente.
Ya se conocen los días en que podría llegar un camión cargado con cualquier cosa. Interminables filas de personas aguardan a las puertas de los mercados por una distribución que puede ser temprano como a final de la tarde. Pero la gente se aposta desde la madrugada. Inescrupulosos colectivos oficialistas se han repartido las zonas populares y obligan a la gente a bajar de los cerros para entregarles “el número” que deben mostrar al intentar comprar su ración. Las colas pueden ser de horas para comprar una hogaza de pan, un kilo de pasta o algunos plátanos.
Las personas son eso, un número que muchas veces lleva detrás mucha penuria, mucho agotamiento, mucho esfuerzo para reunir algunos bolívares que hoy no compran nada. Decía un obispo hace unos días en su cuenta de Twitter: “El totalitarismo es eso, convertir a la gente en una letra, en un número, en una cosa, en una masa amorfa incapaz de trazarse un destino”.
Pero la gente hace cola –sobre todo las mujeres- porque de alguna manera debe proveerse de lo elemental y llevar algo a la boca a sus hijos. Los militares parecieran gozarse en humillar a quienes deben soportar horas bajo el sol y la lluvia para comprar un solo producto. Un producto que el gobierno promociona como “regulado” pero en realidad sube a las nubes sin que nadie lo detenga. Las autoridades son ciegas, sordas y mudas. Más de una vez esas colas han terminado en reyertas donde se ha reportado heridos y hasta muertos.
Como si no fuera suficiente con tener que permanecer horas en largas colas para, con suerte, adquirir algún producto regulado, al Gobierno se le ocurrió hace un par de años la genial idea (más bien el sarcasmo) de crear los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) como la nueva forma de organización popular de los venezolanos, tan solo para acceder a bolsas de comida. Ello benefició a sus conmilitones que toman los productos, los entregan solo “a los del partido” y el resto lo venden al precio que les viene en gana.
Pero ocurre que ya no se importa. El dinero para ello se diluyó en la corrupción. Ya no hay para llenar las bolsas y ahora, el gobierno, asustado por las dimensiones del hambre -esa que niega para impedir la acción humanitaria- en vísperas de una elección presidencial, ha dispuesto arbitrariamente que quienes permanecen produciendo algo en el campo, con las uñas y a base de muchas vicisitudes, deben entregar al gobierno un porcentaje de su producción. El gobierno quiere aplacar la necesidad con demagogia. Pero las colas siguen.
La cola tiene un objetivo político claro: mientras la población tenga que hacer maromas para agenciarse lo que necesita para comer, es cuesta arriba pensar en que tendrá tiempo y ánimos para reclamar y rebelarse. Dependerá del mendrugo del Estado. Pero hay algo más grave, tantas veces denunciado por el Papa Francisco quien califica de “nuevas esclavitudes” cualquier forma de explotación y tantas veces advertido por nuestros obispos: hacer cola, en condiciones tan vejatorias y con resultados tan pobres es infamante, envilecedor y degradante. Algo inhumano, una ensordecedora ignominia que bien podría terminar como todo ultraje y toda ofensa: reivindicada por lo mejor del ser humano que siempre reacciona para defender su condición, la que nos dio el Creador cuando nos hizo a su imagen y semejanza.