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Cómo ser una persona profunda

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/02/18

No quisiera engañarme con caminos cortos para llegar a cumbres demasiado lejanas

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Una persona me comentaba que no hablaba con su esposo de cosas profundas. Que no había hondura en sus encuentros. Eso pasa con frecuencia. También en las relaciones entre padres e hijos, entre hermanos, entre amigos. Es más fácil quedarse en la superficie de las cosas. La hondura exige esfuerzo.

Me pregunto sobre la hondura de mis amores. Miro los amores de mi vida. Miro su profundidad.

Miro en lo profundo de mi corazón. Para callar y escuchar el silencio del alma. Para renunciar a todo lo que me saca de mi mundo interior con Dios. Me falta interioridad. Quiero hundirme allí donde descanso y soy yo mismo. Donde soy verdad.

Me han sacado con tanta fuerza fuera de mí mismo. Me han arrastrado a la vida diciéndome que lo que me hará feliz no está en mi interior, sino fuera. Me lo han dicho de tantas maneras que me lo he acabado creyendo.

¡Cuántas cosas me ofrecen que son mentiras! Me hacen creer verdades que no tienen que ver con mi felicidad. Me embarcan en caminos que no responden a mi sed más profunda.

El papa Francisco escribe sobre los falsos profetas: “Falsos profetas son esos charlatanesque ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de usar y tirar, de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar”.

El mundo me ofrece a veces medias verdades. Soluciones fáciles a problemas imposibles. Caminos cortos para llegar a cumbres demasiado lejanas.

Me convence de lo pleno que seré si me embarco en sus sueños y dejo de lado el esfuerzo, una vida verdadera y unos principios firmes.

Miro la verdad escondida detrás de tantas pretensiones. Miro dentro de mi alma, en profundidad. Tengo una oportunidad para dar un salto de fe. Y correr por el camino de santidad al que Dios me invita.

Decía el padre José Kentenich: “Lo que le hace falta a nuestra época son santos nuevos. Santos que sean grandes, que convenzan, que arrastren. Y si no santos, al menos hombres nuevos, hombres cabales, cristianos nuevos, cristianos verdaderos, espirituales, íntegros”[1].

Santos nuevos, grandes, íntegros. Personas enamoradas de Dios, del hombre, de la vida. No santos perfectos e inmaculados. Sino hombres enamorados, apasionados, llenos de luz. Con pecados, pero libres.

La Cuaresma es un taller en el corazón de Jesús y de María. Allí encuentro esperanza a mi desesperanza. Y paz en medio de mis guerras.

Quiero dejarme tocar por Dios en estos días. Una oportunidad. Un camino de luz. Eso es la Cuaresma.

Me gusta prepararme para la vida cuidando el tiempo que Dios me da. Se lo entrego. Cuarenta días para Él. No es mucho tiempo el que invierto para recibir a cambio su presencia que me salva y me devuelve la alegría perdida.

La Cuaresma me invita a profundizar. Y a frecuentar esos lugares en los que soy amado como soy. Allí donde amo siendo yo mismo. Allí donde me entrego. Donde toco a Dios en el amor humano. Son momentos de gracia en los que lo veo escondido detrás de la carne que toco.

¿Cómo no voy a temer que pase todo y se acabe lo que más amo? Es verdad. El miedo a perder lo que amo siempre acaricia con sus garras mi corazón. Tengo miedo a perder cuando amo. Y temo perder la vida sin llegar a amar.

Temo la ausencia de amor en mi vida que me deja vacío, mustio y seco. ¿Qué puedo hacer cuando en mi vida no hay amor? ¿Cómo crecer y madurar para aprender a amar bien? ¿Qué puedo hacer cuando no me siento amado por los que me rodean?

No es tan fácil vivir sin ser amado. Lo deseo y lo busco. Lo fuerzo y no lo logro. Me entrego queriendo dar plenitud a lo que Dios ha puesto en mí.

Quiero aprender a darme sin esperar nada. Amar sin exigir. Dios ha sembrado en mi alma una capacidad muy grande para amar.

Hoy vuelvo la mirada hacia Aquel que me ama con un amor incondicional y me recuerda: “El amor es eterno”. Su amor es para siempre. Me ama para siempre. Estará conmigo siempre. Incluso cuando no lo merezca. Porque el amor no se merece. Es gracia.

Sólo merece la pena mi vida si amo a fondo. Si me entrego sin reservas. Si no me guardo egoístamente. Los días son vacíos si no los lleno de algo más grande.

Y al final del camino lo importante será lo que habré amado. La pasión que habré puesto al enterrar en la tierra las semillas. Y la fidelidad al pacto sellado entre Dios y yo para siempre.

[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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