Un todopoderoso jefe de la trata en España, dueño de doce macroburdeles, desvela el funcionamiento de esta compleja mafia en España en el nuevo libro de la cineasta Mabel Lozano. Hoy 8 de febrero se celebra la IV Jornada Mundial contra la Trata.
Un día cualquiera. Año 2000. 19 flamantes jóvenes deportistas colombianas llegaban al aeropuerto de Barajas. Cada una vestía su recién estrenado chándal con los colores de la bandera patria –azul, amarillo y rojo–, y traía en la mano una invitación por parte de la organización en España. Era el equipo nacional femenino de taekwondo de Colombia, que venía durante unos días a competir en un evento deportivo. O eso creyeron las autoridades. Porque aquellas chicas fueron, durante tres años, esclavas sexuales en varios burdeles de la península. Todas menos cuatro, que tuvieron que ser deportadas a su país un año antes porque su estado físico y mental no estaba para más competiciones.
“Íbamos tan sobrados captando mujeres que en una reunión de socios apostamos a ver quién era capaz de traer a más juntas de una vez” y, además, en un vuelo caliente –de los que no pasan primero por otro país europeo– y por lo tanto, más controlado. La hazaña la recuerda Miguel, alias el Músico, en El proxeneta (ed. Alrevés), el libro que la cineasta Mabel Lozano acaba de publicar tras dos años de conversaciones con el que fuera uno de los jefes todopoderosos de la trata en España, dueño de doce de los macroburdeles más importantes del país.
“Yo no sé nada. Soy músico y me acuesto a las ocho de la tarde”, contestó la primera vez que le interrogaron en el cuartelillo, tras encontrarle en un bar donde organizaban una redada. Era todavía un adolescente recién salido del orfanato barcelonés en el que había sido víctima primero de palizas, después de abusos sexuales por parte de un sacerdote.
“Mi pasado –que no mi infancia, si es que alguna vez la tuve– fue el que me condujo a muchas de mis más crueles decisiones futuras”, explica. Mabel Lozano, en conversación con Alfa y Omega, señala que el protagonista “no le había contado esto a nadie antes de hablar conmigo”. Pero “los abusos en el orfanato no justifican lo que hizo. Él ya tenía todas las papeletas para terminar así”.
De casualidad, el Músico acabó como portero nocturno en uno de los clubes. Alumno aventajado de sus mentores, recuerda el nombre de la primera mujer con la que traficó. “Se llamaba Yamileth”, era de Colombia y traía una herida infectada en la pierna tras un accidente con una mototaxi de reparto. “No tenía ni dinero para comprarse medicinas y curar la herida”. Yamileth llegó, como tantas otras, “sabiendo que venía a trabajar a un club, pero creía que a poner copas o a limpiar. Ninguna supo con anterioridad que tendría que pagar una deuda, cada día más grande, ejerciendo la prostitución”. Tras ella llegarían otras 1.700 mujeres a las que el proxeneta esclavizó, explotó y con las que traficó.
Como botellas de refresco
“De una botella de whisky salen solo diez cubalibres, pero a cada una de estas esclavas se le podía sacar al menos tres años de explotación sexual”, afirma el proxeneta. Para lograrlo hay una regla básica: “Mirarlas como a la materia prima de tu negocio”. Son una propiedad, “como los refrescos que vendes, y hay que tratarlas como tal”.
El Músico, en esta larga confesión, admite que jamás se paró a pensar “si la mercancía que importaba eran personas como yo, con sentimientos como los míos, traumas como los míos o necesidades como las mías. Ellas eran otra cosa. Eran putas”.
Como Lucía, que pagó durante dos años y diez meses un total de 165.000 euros a sus tratantes. Y cada vez que iba al despacho del Músico a saldar su deuda, se encontraba con más y más pagos imprevistos que aumentaban el dinero que debía. “Cuando llegó era una chica alegre, pero poco a poco se fue apagando, no tenía la capacidad de rendir como antes, y su deuda no paraba de crecer”. La encontraron una noche con las venas abiertas en el baño de la suite principal del club. Sobrevivió, pero acabó sus días en un hospital psiquiátrico. Nunca regresó a su país ni volvió a ver a su hijo, aquel por el que vino a trabajar a España.
Además del dinero que debían aportar a los dueños de los clubes por la explotación sexual, se sumaban la llamada diaria –gastos fijos que pagan cada día por estar en el club–, y un porcentaje de todos sus gastos en peluquería, productos de limpieza, llamadas telefónicas, preservativos, lubricantes, gastos médicos, abortos… Lo que generaba unas cantidades que no alcanzaban a pagar nunca.
Un perfecto sistema perverso
Los burdeles tienen una triple contabilidad. La primera, la que exige Hacienda en cualquier tipo de negocio: nóminas, gastos de luz, agua, gas, teléfono, alquiler… La segunda, en B, “está destinada a asuntos internos como la creación de grupos para lavar la cara de la prostitución –ANELA, Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne–, y recursos directos para captación en origen, extorsiones y sobornos”. La tercera contabilidad va a crear “empresas lícitas que den servicio a los clubes: lavanderías, peluquerías, gimnasios, empresas de seguridad…”, explica Miguel.